*Reflexiones del corazon*

jueves, 28 de julio de 2011

Atiende*Hambre II. Doctrina Social Cristiana.

 La caridad (v.), virtud central del cristiano, lleva a sentir como propios los problemas y males de los demás y a procurar resolverlos. 
Millones de humanos mueren de hambre en el siglo XXI. ¿Cuál es la causa de esta tragedia? En Cristianismo sin mitos. Un mundo sin hambre y sin miseria, el autor sostiene que tenemos que remontarnos al siglo IV para encontrarla. En el año 313 se firma el edicto de Milán, con el cual Constantino oficializa el cristianismo en el Imperio Romano. El cristianismo, colocado como piedra fundamental en la cultura occidental de la Europa posromana, es el mayor responsable de todas las consecuencia.
Ese cristianismo arropado con los preciosos mitos nicenos no tiene en cuenta el verdadero mensaje de su fundador, Jesús de Nazaret, quien dijo que el reino de Dios tenía que estar cimentado en la igualdad, la justicia y el amor, no en figuras de ficción.
Los herederos de Constantino, muchos bendecidos por los Papas, y otros jerarcas de las iglesias cristianas se olvidaron del verdadero evangelio y se dedicaron a la guerra para levantar sus imperios. Simultáneamente, adornaron el mundo occidental con bellas obras de arte, mayormente inspiradas en los mitos acunados en el concilio de Nicea.
En su base la justicia (v.), virtud humana que el cristianismo asume, lleva a advertir que el hombre debe respetar y promover los derechos de los que depende el bienestar ajeno, sin lo que toda declaración humanitaria sería mera hipocresía. Por todo ello es exigencia ética propia del cristianismo acudir al remedio de quien padece h. Así la Const. Gaudium et spes del Conc. Vaticano II recuerda que «los padres de la Iglesia enseñaron que los hombres están obligados a ayudar a los pobres y, por cierto, no sólo con los bienes superfluos» (n. 69; al tratar de este tema, la Constitución remite, entre otros, a S. Agustín, S. Basilio y S. Gregorio Magno).
    
El tratamiento actual de este problema histórico ha de centrarse en torno a dos premisas fundamentales: la primera, que el h. no ha desaparecido a pesar del alto nivel de desarrollo alcanzado por una buena parte de la población mundial; la segunda, que no puede remediarse simplemente con limosna; al h. de millones de personas sólo puede ponerse fin atajando las causas que la provocan. Así es precisamente como han enfocado el problema los Pontífices contemporáneos.
      La existencia del hambre contrasta con otros hechos contemporáneos. Las palabras que pronunciara Pío XII en 1946 ante la situación que sigue al final de la II Guerra mundial, y en las que llamaba a un hondo sentimiento de solidaridad (Radiomensaje de Navidad de 1946), siguen siendo válidas aunque hayan variado las circunstancias, ya que la situación de h. que algunos estratos de la población humana padecen contrasta con el desarrollo espectacular de la economía, la ciencia y la técnica en el mundo. Es Juan XXIII quien con más claridad ha puesto de relieve esta paradoja que preocupa a toda la Iglesia (cfr. Gaudium et spes, 9,69): «Observamos con profunda tristeza cómo en nuestros días se dan dos hechos contradictorios: por una parte, la escasez de subsistencias aparece a nuestros ojos tan amenazadora, que se diría que la vida humana casi está a punto de extinguirse por el hambre y la miseria, mientras por otra parte, los descubrimientos científicos recientes, los avances técnicos y los abundantes recursos económicos se utilizan para la creación de instrumentos capaces de llevar a la humanidad a la mortandad más horrorosa y a la total destrucción» (Mater et Magistra, 198).
      Gravedad especial del problema. El problema del h. es tanto más grave, cuanto que recae primordialmente sobre los pueblos y personas más débiles. Pero nunca tal azote ha sido ni puede ser obra de la Providencia, sino de una injusta distribución de bienes, originada por actitudes egoístas a nivel de personas y pueblos: «Dios, Padre Providente, ha entregado a los hombres abundancia de bienes suficientes para hacer frente con dignidad a las responsabilidades que lleva consigo la procreación de los hijos; pero esto resultaría totalmente imposible, o al menos no podría conseguirse sin gran dificultad, si los hombres, apartándose del verdadero camino a impulsos de una mala voluntad, subvierten aquellos instrumentos de que antes hablamos, utilizándolos en contra de la razón humana o de su naturaleza social y, por tanto, en contra de los planes del mismo Dios» (Mater et Magistra, 199).
      El hambre existe a pesar de que toda persona tiene el derecho a disfrutar de los bienes materiales, derecho fundamentalísimo entre los inherentes a la persona (v. DERECHOS DEL HOMBRE II), proclamado incesantemente por la doctrina de la Iglesia: «Todo hombre, por ser viviente dotado de razón, tiene efectivamente el derecho natural y fundamental de usar de los bienes materiales de la tierra...» (Pío XII, Radiomensaje «La solemnitá», 15); «Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para el uso de todos los hombres y pueblos». «El derecho a poseer una parte de bienes suficiente para sí mismos y para sus familias es un derecho que a todos corresponde» (Gaudium el spes, 69).
      Y de tal hecho es responsable toda la humanidad: «Todos nosotros somos solidariamente culpables de que los pueblos padezcan por escasez de alimentos» (Mater et Magistra, 158); «Toda la humanidad tiene el deber de tomar conciencia más viva de la imperiosa necesidad de asegurar a todos los hombres la primordial y esencial exigencia, -calmar el hambre, para permitir que ese don de Dios, la vida, se desarrolle con plenitud» (Paulo VI, Discurso de 15 octubre 1965).
      Esta llamada a toda la humanidad concierne principalmente a las naciones más prósperas; puesto que, además, su prosperidad contrasta escandalosamente con la existencia del h.: «es necesario suscitar la conciencia de este deber (de ayudar) en todos y cada uno en particular, pero especialmente en los más ricos» (Mater et Magistra, 158). «Quizá el mayor problema de nuestro tiempo es el de determinar qué relaciones deben existir entre las naciones ya desarrolladas, que disfrutan de un elevado nivel de vida, y aquellas otras cuyo desarrollo está tan sólo iniciado y padecen insoportable escasez. Del mismo modo que los hombre de todo el mundo se sienten hoy mutuamente solidarios, hasta el punto de considerarse miembros de una misma familia, así las naciones que disponen de bienes abundantes, y aun sobrantes, no pueden permanecer indiferentes ante la situación de aquellas otras cuyos ciudadanos viven en medio de tan grandes dificultades internas, que poco menos que perecen de miseria y de hambre y no pueden gozar como es debido de los derechos fundamentales de la persona humana, tanto más cuanto que, dada la mayor interdependencia que cada día se experimenta entre los pueblos, no es posible que se conserve mucho tiempo una paz fecunda entre ellos, si sus condiciones económicas y sociales son excesivamente discrepantes» (ib. 157).
      Es precisamente esta petición de ayuda por parte de los países más ricos otras de las constantes que mueve la palabra de los Papas, quienes se expresan al respecto en los más distintos tonos de firmeza, serenidad y súplica: «Nos repetimos a todos los que puedan alargar una mano para socorrer. ¡Que no se enfríe vuestro celo y vuestra ayuda sea cada vez más pronta y generosa! ¡Calle todo estrecho egoísmo, toda vacilación mezquina, toda amargura, todo rencor! Que nuestros ojos miren solamente a la miseria y, sobre todo, a la necesidad de millones de niños y de jóvenes, entre los cuales el hambre hace estragos...» (Pío XII, Radiornensaje de Navidad de 1946, 11).
      Las ayudas coyunturales no son suficientes. Como decíamos al principio, la solución al problema del h. consiste en el remedio de sus causas. Mientras no se consiga esto, las ayudas, momentáneas o permanentes, son insuficientes. De ahí que «para remediar aquellos males (del subdesarrollo y, concretamente, el h.) es necesario poner en juego todos los recursos posibles con el fin de lograr, por un lado, que los ciudadanos adquieran una perfecta formación técnica y profesional, y, por tanto, que dispongan de capital suficiente para promover por sí mismos el desarrollo económico con métodos y criterios modernos» (Mater et Magistra, 163).
      El problema no puede resolverse con la aplicación demedios inmorales. «El hombre no debe afrontar y resolver estos problemas por caminos y medios contrarios a su dignidad, tales como los que se atreven a aconsejar quienes profesan una concepción materialista del hombre y de la vida» (Mater et Magistra, 191). Esta doctrina ha sido reafirmada por Paulo VI haciendo referencia expresa a los Estados que intentan resolver el problema del h. mediante planes de control de la natalidad (cfr. Populorum progressio, 37 y 45 ss.).
      Tampoco puede resolverse el problema de modo simplemente material. El incremento, aun incesante, de la producción de bienes puede ser condición necesaria para atajar el mal, pero nunca será suficiente, ya que debe estar acompañado de una actitud de respeto y amor a la justicia (v.), que es la que llevará a una adecuada distribución de los mismos tanto entre individuos y familias (cfr. León XIII, Rerum novarum, 33; Pío XI, Quadragesimo anno, 58,61; Mater et Magistra, 73,74) como entre sectores y naciones (cfr. Mater et Magistra, 153-160), única realidad que podrá garantizar para todos la satisfacción de las mínimas necesidades y, en definitiva, la paz (cfr. Quadragesimo anno, 62,74,112; Mater el Magistra, 157; Populorum progressio, 47).

      V. t.: DESARROLLO ECONÓMICO Y SOCIOPOLÍTICO II. FRANCISCO RAFAEL ORTIZ.

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