*Reflexiones del corazon*

domingo, 17 de agosto de 2014

ESPOSO ERES RESPONSABLE DE LA FELICIDAD DE ESPOSA




¿Tiene usted una esposa radiante? El amor abnegado es el que produce esposas radiantes, que florecen en la unidad y la intimidad con sus esposos. He aquí cómo los esposos pueden ayudar a sus esposas a ser mujeres radiantes.

Ame a su esposa como Cristo amó a la Iglesia: Lo que Pablo enseña a los esposos acerca del matrimonio



Como varones pentecostales comprendemos que las mujeres son bastante diferentes de nosotros, pero no creemos que esas diferencias sexuales impidan que ocupen posiciones de liderazgo en la iglesia. Sin embargo, como esposos pentecostales, nuestra particular posición igualitaria raras veces pasa del púlpito al hogar, y se produce un dominio masculino que no tiene nada de particular, impidiendo que nuestras esposas ocupen sus puestos naturales de liderazgo en la casa,  e impidiendo que las amemos como Cristo ama a su desposada.

Este es un grave y costoso error por parte nuestra como esposos. Al fin y al cabo, todas las esposas tienen dones vivificantes que sus esposos sencillamente no tienen; dones que son críticos para que ellos cumplan con su propósito en el matrimonio. Si les permitimos a nuestras esposas la libertad de guiar a través de las percepciones y ventajas de estos dones, estaremos bendiciendo nuestros hogares, y nuestras esposas irradiarán gozo. Si no lo hacemos, opacaremos esa irradiación y nos privaremos a nosotros mismos de las ricas bendiciones que Dios quiere que tengamos como pareja.

Permítame dibujar una imagen más clara de nuestro error como esposos, usando a mi esposa Brenda como ejemplo. Cuando ella era soltera, estaba libre para florecer en Cristo. Cada vez que Dios le tocaba el corazón para que hiciera algo, sencillamente lo hacía. Cuando Dios le pedía que diera dinero para un misionero necesitado, obedecía. Honraba las convicciones que le iba dando el Espíritu, sin interferir. Podía descansar cuando necesitaba hacerlo, y orar cuando lo deseara. Antes de nuestro matrimonio, Brenda ministraba libremente a Dios sin interferencia alguna, usando sus dones para agradarle a Él. Estaba libre para evitar el pecado y para vivir puramente, y cuando yo la conocí, estaba absolutamente radiante en su vida con Cristo.

Sin embargo, yo le robé esa libertad por medio de mi propio liderazgo arrogante y mi dominio masculino. Y eso es lo que hacen muchos esposos; destruí el mismo resplandor que me atrajo a ella en primer lugar. Dicho sencillamente, pequé contra Brenda al hacerles mucho menos espacio a sus dones cristianos en nuestro matrimonio, que cuando era soltera. Peor aún, la obligué a pecar, algo que nadie había podido hacer antes que mi “amor” entrara en su vida. Permítame que le explique.

Brenda tiene el don de discernimiento con las familias, un fuerte don que yo no tengo. Cuando de relaciones familiares se trata, ella distingue las buenas de las malas (el cristianismo se remonta por lo menos a cuatro generaciones en todas las ramas de su árbol genealógico), y lo que veía en las relaciones de mis parientes con mi familia la hacía sentir muy incómoda. Por ejemplo,  cada vez después de visitar a mi padre, inevitablemente yo salía de su casa enojado o deprimido, porque él me rebajaba constantemente en presencia de Brenda. Algunas veces me llevaba un par de semanas lograr que mis emociones se estabilizaran. 

Mi padre estaba causando daño de muchas maneras en mi joven familia. Al cabo de algún tiempo, hasta Brenda comenzó a pasar por la misma montaña rusa de emociones después de nuestras visitas. Estaba asustada.

Me decía: “¡Si me puede arrastrar a mí hacia ese torbellino emocional, lo más probable es que también pase lo mismo con nuestros hijos!”

Lo mismo estaba sucediendo cuando visitábamos a mi madre y mis hermanas. En cada rincón de su espíritu sonaban con toda potencia las alarmas, y con una buena razón.

El fuerte don de discernimiento de Brenda estaba destinado a bendecir y proteger nuestro matrimonio, y ayudarme a mí a ser buen líder como esposo y como padre. Ella sabía que tendría que luchar contra los malos tratos emocionales procedentes de mi padre, y detener el caos emocional que se estaba levantando en el resto de mi familia. En cambio yo había vivido durante tanto tiempo viendo todo aquello, que estaba ciego ante el peligro. Así que fríamente me negaba a aceptar su don y no la dejaba hablar.

“Una familia no tiene por qué ser tan perfecta como la tuya para ser aceptable”, le decía. “Si hubieras crecido en un hogar normal, no serías tan débil a la hora de enfrentar todo esto”.

La regañaba cuando se ponía emocional o deprimida por estas cosas, golpeándole el corazón con palabras hirientes como estas: “Lo que pasa es que eres toda una consentida. Los adultos tienen conflictos, y necesitan ser capaces de enfrentarse a ellos. Lo que te hace falta es crecer”.

En realidad, ni era una consentida, ni tenía nada de débil. Estaba defendiendo las convicciones que tenía en su corazón. Para Brenda, someter a su joven familia a las críticas sin límites de mi padre, y a los discursos emocionales de mi madre y mis hermanas, estaba claro que era pecar, y habría debido ser pecado para mí también. En lugar de dar espacio a su don de discernimiento, yo lo ridiculizaba ciegamente y le exigía en voz alta que hiciera todo lo que yo quisiera que hiciera con respecto a mi familia. En resumen, yo le estaba ordenando que pecara. No es de extrañarse que nuestra unidad y nuestra intimidad murieran, y no es de extrañarse tampoco que su aspecto radiante desapareciera por completo en aquella perturbadora neblina llamada “mi liderazgo”.

El ministerio de Brenda consistía en criar hijos piadosos. Era el llamado de su vida, y a la luz de su don y de su evidente llamado, me habría debido ser fácil para mí el honrar su liderazgo en el hogar, a pesar de mi “teología” sobre el liderazgo del varón. Al fin y al cabo, aquello tenía sentido. Como dije, ella había procedía de una familia que había sido cristiana durante cuatro generaciones. Yo había sido engendrado en una familia que era una sarta de hogares disfuncionales. Ella sabía cuál era el aspecto que tiene un hogar cristiano piadoso. Yo no. Ella tenía un llamado claro y directo de parte de Dios para crear un hogar piadoso. Aunque yo también lo quería, estaba claro que sólo llegaríamos a ese punto si yo la liberaba para que ella nos guiara en ese aspecto. Aun así, dejar que nos guiara en los aspectos de sus dones no era cosa fácil, y a mí no se me hacía natural.

¿Por qué es tan difícil esto para nosotros los varones? No se trata de que la Biblia no esté clara en este punto. Por ejemplo, me ordena amar a Brenda como Cristo amó a la Iglesia. ¿Cómo amó Cristo a la Iglesia? Con una bondad perfecta: “La caña cascada no quebrará, y el pábilo que humea no apagará” (Mateo 12:20). Cristo no pisotea nuestras emociones y nuestros dones. Pero yo sí pisoteaba los de Brenda.

La Biblia nos exhorta diciendo: “Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas” (Colosenses 3:19). Este mandamiento no es menos importante para Dios que el de “No matarás”. Sin embargo,  yo siempre encontraba la forma de darle el giro que me convenía a esa frase de las Escrituras.

Las Escrituras también me ordenan amar a Brenda de una manera abnegada; renunciar a mi vida de una manera costosa, para asegurarme de que su corazón y sus dones tienen el espacio suficiente para florecer y prosperar en nuestro matrimonio (véase Efesios 5:25–27).

Un enfoque inspirado en el sacrificio


De manera que la Biblia nos habla claro. Para vivir de acuerdo con mi teología igualitaria en nuestro hogar, y restablecer la brillantez en la vida de Brenda, necesitaba aprender a someterme con facilidad al liderazgo de mi esposa en el campo de sus puntos fuertes, y sacrificar mi propia vida en ocasiones por el bien de sus dones.

Muchos de nosotros necesitamos aprender esto, puesto que las esposas radiantes son escasas. Las estadísticas indican que el ochenta y cuatro por ciento de las mujeres sienten que no tienen intimidad ni unidad en su matrimonio, y una gran mayoría de las mujeres divorciadas dicen que sus años de casadas fueron los años más solitarios de su vida. La brillantez es poco frecuente, y puesto que las proporciones de divorcio son bastante similares dentro y fuera de las iglesias, sabemos que los esposos cristianos no estamos actuando con mayor amor ni espíritu de sacrificio que nuestros homólogos seculares, a pesar de la promesa de Dios.

¿Qué ha sucedido? ¿Será que los  varones somos naturalmente tan fríos de corazón, incluso nosotros, los varones cristianos? No lo creo. Lo que pienso es que los esposos cristianos se han aferrado a otra parte de las Escrituras que se halla solamente dos versículos antes, en Efesios 5:23, 24: “Porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador. Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo”.

Ese pasaje no suena igualitario en absoluto, ¿no es cierto? Parece decir que la esposa está obligada a someterse por completo a un oráculo masculino omnipotente y omnisciente, a quien se le han dado unos derechos irrefutables de liderazgo. ¡No en balde los esposos nos sentimos confundidos en cuanto al matrimonio! En un pasaje parece que se nos dice que tenemos la posición superior en todos nuestros tratos con nuestra esposa, y que nuestros dones y nuestras ideas deben ser los preeminentes, y en el pasaje siguiente se nos dice que entreguemos nuestra vida misma por el bien de sus dones e ideas, para que podamos producir una esposa radiante.

Ese pasaje ha confundido a los esposos cristianos que temen a Dios, y ha hecho que abandonaran su posición igualitaria del día de bodas durante años, y es un error que se puede seguir con facilidad hasta una pobre traducción cultural de la palabra “cabeza” en el día presente. Veámosla.

El dominio del varón en el matrimonio es tan antiguo como el tiempo, y era especialmente evidente a lo largo y ancho de la cultura grecorromana de los tiempos de Pablo. En aquella cultura, las cosas eran bastante directas. De las esposas se esperaba sencillamente que obedecieran a sus esposos, y las parejas seguían unos códigos hogareños definidos y escritos que instruían a los esposos sobre la forma de dominar o gobernar a sus esposas. Todo el mundo hacía las cosas de esa manera.

Dios detestaba aquello, y lo quería cambiar. El principio que presenta el Señor de sumisión mutua, tal como se expresa en Efesios 5:21, era un paradigma asombrosamente nuevo para todo el mundo en el planeta Tierra, y es central en nuestra posición igualitaria como cristianos: “Someteos unos a otros en el temor de Dios”.

Estas palabras llevaban la intención de trastocar el dominio tradicional del varón en nuestros hogares, y devolver a la relación matrimonial a lo que Dios quería que fuera desde el principio. En resumen, Dios estaba desafiando a los esposos a relacionarse con sus esposas desde una posición de amor, como lo hizo su Hijo Jesús con respecto a su desposada (la iglesia), y no a partir de una posición de poder y dominio.

De manera que Pablo no estaba escribiendo para confirmar el statu quo de aquellos días, sino para corregirlo. A pesar de esto, la mayoría de nosotros estamos a kilómetros de distancia de ese mensaje en estos días, a causa de una simple cuestión de traducción entre las dos culturas. Piense en esto. Cuando leemos que “el marido es cabeza de la mujer”, da la impresión de que en realidad, este texto está confirmando el statu quo del dominio del varón en el matrimonio, debido a la forma en que solemos definir la palabra “cabeza”. 

A causa de nuestra manera moderna de comprender la biología, pensamos en la cabeza como el centro desde el cual se gobierna a todo el cuerpo. Al fin y al cabo, allí es donde se toman todas las decisiones humanas. Usamos la palabra en títulos como “cabeza de estado” o “cabecilla del movimiento”, porque estos líderes son los que determinan la visión y movilizan a su pueblo para convertirla en realidad. Son los centros de gobierno de sus organizadores; los que tienen la última palabra en todo. Así, cuando Pablo declara que el esposo debe ser cabeza del hogar, damos por sentado que los esposos con los centros que lo gobiernan todo en sus hogares.
Sin embargo, no era esa en absoluto la forma en que los efesios leyeron las palabras de Pablo. Para ellos, la cabeza no era el centro gobernante. La cabeza era considerada como la fuente de la vida del cuerpo, y la razón era muy sencilla: Si se corta la cabeza, el cuerpo muere. Cuando Pablo escribió que el esposo debía ser la cabeza de la esposa, los efesios comprendieron al instante que Pablo acababa de hacer añicos su statu quo en el matrimonio. El esposo cristiano ya no tiene que gobernar a su esposa desde una posición de dominio, sino que la debe amar como la fuente de la vida de ella, y como un servidor que se sacrifica para asegurarse de que sus dones tengan el espacio necesario para crecer y florecer en su hogar.

El esposo como fuente de vida


Como es obvio, la frase “fuente de vida” lo cambia todo cuando se trata de eliminar la confusión en nuestro papel de liderazgo como esposos. Insertemos la definición griega de la palabra “cabeza” en Efesios 5:23–27 y veamos de nuevo este texto: “Porque el marido es fuente de vida para la mujer, así como Cristo es fuente de vida para la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador. Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa…”

Ahora, este pasaje adquiere un tono totalmente distinto, ¿no es cierto? El sentido original de conflicto entre los conceptos de “cabeza” y “sacrificio” desaparece. En este contexto, entregarnos por nuestra esposa es simplemente una extensión natural y necesaria del hecho de que somos su fuente de vida; algo que todo líder que se asemeje a Cristo debe tener en cuenta para darle espacio a su esposa, de manera que crezca y florezca en su relación matrimonial y en su relación con Dios.

Una vez que un esposo se ve a sí mismo como la fuente de vida, y no como el centro de gobierno, todo cambia en su matrimonio. Renunciar a mis propios derechos y posición por el bien de Brenda, tuvo de repente un sentido perfecto para mí como líder. Nuestro matrimonio se levantó a un nuevo nivel, y lo que sentía Brenda por mí floreció. Cuando yo comencé honrar sus pensamientos y sus convicciones, ella sintió la unidad conmigo, y nunca me he sentido más fuerte ni más seguro en mi liderazgo. Estaba claro que yo seguía siendo líder. Sólo que ahora era líder de una manera distinta, y más bíblica. Ahora era capaz de ceder mis derechos de líder por el bien de nuestra relación y por el bien de la obra y los propósitos de Dios en la vida de Brenda.

Entendamos bien las cosas


El sacrificio, en especial en el sentido al que se refería Pablo, en el cual yo debo ceder mis derechos con el fin de honrar las convicciones y los dones de Brenda, ¡se veía mucho más fácil escrito en el papel! Pronto descubrí que abrirle espacio a Brenda para su don de discernimiento familiar significaba mucho más que el hecho de que yo sacrificara algún tiempo para escuchar su opinión sobre un asunto, sin pelear ni regañarla. Una cosa era admitir que el don de discernimiento de Brenda en cuanto a las relaciones era más fuerte que el mío, y otra muy distinta era darle a su don una influencia real en mis decisiones de todos los días. Significaba un sacrificio genuino, y me costó mucho en mis relaciones familiares el permitir que sus percepciones nos guiaran para crear la clase de hogar que ambos queríamos tener para la gloria de Dios.

Pronto descubrí que hay cosas más importantes que ejercer mi autoridad dentro de mi relación matrimonial. O nos sacrificamos por sus dones como hacemos por los nuestros, o no lo hacemos. Si lo hacemos, tendremos una esposa radiante. Si no lo hacemos, su luz se irá apagando. Esto es cierto, tanto en las cosas grandes como en las pequeñas.

Como ejemplo más sencillo, los domingos por la mañana se convertían en todo un desastre de discusiones durante los años en que estábamos criando a nuestros hijos. Para llegar a tiempo a la iglesia, teníamos que salir de la casa a más tardar a las 9:45 a.m. Yo me esforzaba, bañando, alimentando y vistiendo a todo el que me cayera enfrente. Invariablemente los tenía listos en el momento debido. En cambio, Brenda no es una persona mañanera, sobre todo el domingo, que ella consideraba como el único día de la semana para tomarse su tiempo antes de salir de la cama. Por temprano que pusiéramos el despertador, cuando llegaban las 9:45 Brenda todavía le estaba haciendo los crespos con toda calma a nuestra hija Laura. Yo me quedaba de pie en la cocina con los brazos cruzados y golpeando con el pie, mirando mi reloj de vez en cuando y fulminando con mi mirada a Brenda, mientras ella le hacía los crespos y le torcía el cabello a nuestra hija. ¡Estaba furioso!

Sabía que había llegado a una bifurcación en el camino: o podía exigir que se respetara mi autoridad y gritar como un loco, o aprender a hacer yo los crespos. Hallar la paciencia necesaria sería demasiado para mí, incluso con la ayuda de Dios. Así que preferí aprender a hacer los crespos.

Con mis grandes manos y mis torpes nudillos, supe desde el primer día que aquello era demasiado para mí. A Laura le gustaba menos aún aquel nuevo arreglo, puesto que yo le torcía el cabello de maneras poco estéticas y le quemaba las orejas. ¡Ay! Cada vez que yo le daba la vuelta a la esquina con el rizador en la mano, ella gritaba: “¡Yo quiero que lo haga mi mamá! ¿Que quiero que mamá me lo haga!”

Yo me desafié a mí mismo: “Si todas las niñas de catorce años en Estados Unidos se pueden rizar el cabello de manera que se vea muy bien, entonces no hay razón alguna por la cual un varón de treinta años no pueda hacer lo mismo”.

Gracias a Dios, la práctica hace la perfección. En unas pocas semanas, bajo la estrecha supervisión de Brenda, mejoré mis habilidades hasta el punto de que podía satisfacer realmente sus deseos. Supe que por fin había llegado a este punto un día en que nos encontramos con una amiga en el vestíbulo de la iglesia, y ella exclamó: “¡Laura, qué bien se ve tu cabello! Tu mamá debe haber pasado horas contigo esta mañana”.

Lo más importante de todo es que me sacrifiqué por el bien de Brenda y guié desde una posición de amor, en lugar de hacerlo desde una posición de dominio e ira. Los días de iglesia transcurrían ahora sin problemas, y Brenda no llevaba el corazón golpeado cada mañana de domingo cuando nos dirigíamos al culto.

Otro ejemplo más. Brenda tiene un fuerte don de hospitalidad, pero cuando nuestros hijos comenzaron a crecer, eran exigentes, siempre haciendo algo, y constantemente hambrientos. Esto coartaba el estilo de Brenda, ocupando muchas veces el tiempo en que ella se quería preparar para los huéspedes. Cuando finalmente llegaba a la casa, era en el último minuto. Había pisos de alfombra que aspirar y alfombras pequeñas que sacudir; cosas sobre las cuales decía que no podía llegar a ellas a causa de los muchachos. Cuando yo llegaba del trabajo a casa, la encontraba en estado de pánico. Muchas de aquellas tareas hogareñas me caían a mí durante nuestros últimos esfuerzos desesperados por tenerlo todo “como es debido” cuando llegaran los huéspedes.
Así que protesté. “¿Por qué haces todo esto?”, le exigí. “¡Es ridículo! En realidad, a nadie le preocupan tus pequeños detalles, y a nadie le importa si la casa está perfecta. ¡Por el amor de Dios, si son nuestros amigos! Si no pueden soportar un poco de desorden, que vayan a comer a otro lugar. ¡Mejor aún, que encuentren amigos nuevos!”

Después de uno de mis incontables sermoncitos, Brenda me dijo entre lágrimas: “Ya no voy a poder invitar a la gente a venir hasta que los niños crezcan. Si no lo puedo hacer de la manera correcta, entonces no lo quiero hacer”.

Aquello era más loco todavía. Yo no le estaba diciendo que no debiéramos invitar a nuestros amigos. Me encantaba tener compañía. “Brenda, ¿me estás diciendo que nos vas a privar a nosotros o a los muchachos de tener en nuestra casa a nuestros amigos, simplemente porque tú no lo puedes hacer todo a la perfección? ¿No es eso un poco exagerado?”

“Fred, ¿no lo puedes ver?”, me dijo con ojos suplicantes. “Yo no espero que a ti te importe esto tanto como a mí, pero es importante tenerlo todo bien. Invitar a nuestros amigos a la casa es un ministerio para mí”.

¿Ministerio? Era la primera vez que oía esa palabra conectada con una reunión un sábado por la noche para comer costillas y elote a la barbacoa. La palabra me golpeó en medio de los ojos. ¿Que Brenda lo veía todo eso como un ministerio? Por fin empecé a comprenderlo, y cuando lo hice, analicé la manera en que yo había estado tratando la situación. Normalmente, cuando se acercaba el momento en que llegarían nuestros invitados, yo la ayudaba de mala gana con los niños, recogía toda la casa, o barría la parte exterior. Hacía mi mejor esfuerzo, hasta que podía responder al timbre de la puerta para darles la bienvenida a nuestros amigos. Entonces era cuando podía terminar por fin todo el trabajo de preparación.

¿Un ministerio aquí mismo?


Yo me di cuenta de que tenía que ponerme firme… de acuerdo, ¡conmigo mismo! Yo necesitaba abrir espacio al don de hospitalidad de Brenda para que floreciera. Si invitábamos amigos para alguna noche en día de trabajo, yo comenzaba por llegar a del trabajo una hora antes, con el fin de ayudar en lo que había que hacer. En los fines de semana, me aseguraba de estar en casa horas antes de la llegada de nuestros huéspedes. Ayudaba en aquellas tareas domésticas, como pasar la aspiradora y quitar el polvo, dejando libre a Brenda para sus toques especiales. Lavaba las ollas y las sartenes a medida que las recetas iban pasando por sus distintas etapas. Quitaba la nieve de la acera con la pala en el invierno, y barría la entrada en el verano. Encendía un fuego en la chimenea y ponía en orden los cojines del sofá.

¡Vaya sorpresa! Pronto noté que Brenda y yo nos acercábamos más a medida que yo me sacrificaba con amor y permitía que fuera su don el que me dirigiera cuando se trataba de la hospitalidad en nuestro hogar.

No se trata de que ahora yo haya sido bendecido con los mismos dones que Brenda tiene, o que de repente haya sentido la misma urgencia que la impulsa a ella a hacer todas las cosas que hace. No es así. Sólo se trata de que finalmente he reconocido que ella tiene unos ministerios amplios y válidos en nuestro propio hogar, y he comenzado a honrar esos ministerios, y sus dones, a la par que mis propios ministerios y dones.

¿Tiene usted una esposa radiante? El amor abnegado produce esposas radiantes, que prosperan en la unidad y la intimidad con sus esposos. La promesa está clara.

Adaptado de Every Man’s Marriage, por Fred Stoeker.

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