Entrar en un misterio
Es más fácil ver las evidencias de una vida transformada que entender los procesos que la producen.
Todos anhelamos una mayor transformación a la que
hemos experimentado hasta la fecha. El Señor suavemente nos invita a
sumergirnos en mayores profundidades de intimidad en nuestro caminar con
él.
Nuestros anhelos, sin embargo, muchas veces no pasan más allá del deseo. Existe mucha confusión acerca del camino que debemos recorrer para lograr esta transformación. ¿Serán necesarios devocionales más largos? ¿Tendremos que asistir con mayor frecuencia a las actividades de la iglesia? ¿Habrá que sumar a nuestra vida mayor cuota de sacrificio? O… ¿será que el secreto ya lo expuso algún libro que no hemos leído, o algún pastor ungido que no hemos consultado?
La respuesta a nuestra búsqueda es más sencilla. El misterio de la transformación está claramente expuesto en las Escrituras, si sabemos interpretar el mensaje de un curioso incidente en la vida de Moisés.
En la presencia de Dios
En el capítulo 33 de Éxodo encontramos una admirable descripción de la relación que Moisés disfrutaba con Dios. La narración destaca que «el Señor acostumbraba hablar con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (v. 11). En el siguiente capítulo se describe su regreso de uno de estos encuentros íntimos con Dios. «Cuando Moisés descendía del Monte Sinaí con las dos tablas del testimonio en su mano, al descender del monte, Moisés no sabía que la piel de su rostro resplandecía por haber hablado con Dios» (Ex 34.29 - itálicas añadidas).
El tiempo en que Moisés estuvo en el monte produjo una profunda transformación en su vida. Tan dramático era este cambio que, «al ver Aarón y todos los hijos de Israel a Moisés, [que la] piel de su rostro resplandecía; tuvieron temor de acercarse a él» (Ex 34.30). De su experiencia podemos observar al menos tres verdades sobre la transformación.
Un resultado, no una meta
Una de las particularidades en el Nuevo Testamento es que —en el texto griego— el sujeto de la transformación siempre es pasivo1 (Ro 12.1–2; 1Co 15.50–51; 2Co 3.18; Fil 3.21). Es decir, la experiencia de transformación nosotros la recibimos, no la producimos. De la misma manera que la oruga no trabaja para convertirse en mariposa, tampoco nosotros podemos trabajar para convertirnos en otra persona de la que somos.
Moisés no subió al Monte con el deseo de ser transformado, sino con el deseo de buscar a Dios. La consecuencia de esta búsqueda del Señor fue su transformación. Del mismo modo, nuestro llamado es a fijar nuestros ojos en él, a seguir al Cristo que nos ha llamado. Mientras lo contemplamos a él, «estamos siendo transformados en la misma imagen de gloria en gloria, como por el Señor, el Espíritu» (2Co 3.18). Al igual que a un niño se le pegan las posturas y frases de su padre, sin ser consciente de ello, también a nosotros se nos «pegarán» las expresiones y particularidades de Jesús mientras caminamos con él.Moisés volvió con un rostro resplandeciente porque estuvo en presencia de Uno cuya esencia es resplandor y gloria.
Obra de Dios, no nuestra
La segunda verdad que podemos observar sobre la transformación es que es una obra que se realiza completamente en las manos de Dios. Esta verdad golpea duro contra el espíritu de control que gobierna muchas de nuestras acciones. Anhelamos experimentar un profundo cambio en nuestra vida, pero no renunciamos al deseo de estar nosotros al frente de esa obra. Queremos decidir qué aspectos de nuestra vida deben ser transformados. Al igual que el hijo pródigo, de regreso a casa de su padre, queremos darle instrucciones al Señor acerca de la acción más apropiada para lograr esa transformación.
Ninguno de nuestros esfuerzos ayudará en el proceso de transformación. Si el Señor no está enteramente en control del proceso, los resultados serán, en el mejor de los casos, decepcionantes. De hecho, es bueno recordar que nuestro llamado no es a estar tan enfocados en nuestra transformación que dejemos de mirar al Señor.
Precisamente este error procuraba corregir Pablo en su carta a los Colosenses. «¿Por qué obedecen a quienes les dicen "no toquen esto", "no coman eso", "no prueben aquello"? Esas reglas no son más que enseñanzas humanas, que con el tiempo van perdiendo su valor. No se puede negar que son útiles, porque enseñan acerca de la conducta religiosa, la humildad y el dominio del cuerpo. Pero lo cierto es que no ayudan a combatir los malos deseos de nuestra naturaleza humana» (2.20–23 - TLA). ¡La solución es otra! «Si habéis, pues, resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (3.1–2).
Proceso invisible, no palpable
Resulta llamativo el hecho de que cuando Moisés bajó del monte no sabía que el rostro de su piel brillaba. Su desconocimiento nos indica al menos dos realidades del proceso de transformación. En primer lugar, no percibió el proceso por el cual el resplandor de Dios se transfirió a su vida. Seguramente que el estar en la presencia del Señor implicó muchas sensaciones, algunas muy fuertes. Pero es improbable que en algún momento él se haya dado cuenta de lo que pasaba en su vida, porque la transformación es misteriosa.
La segunda que resalta es que él desconocía los efectos de esa transformación. Bajó del monte convencido de que estaba igual que cuando subió. No obstante, la reacción de la gente lo alertó de un cambio ocurrido en su vida. La sorpresa de Moisés revela que la transformación en nuestra vida no es primordialmente para que nosotros la contemplemos, sino para que los demás vean la gloria de Dios en nosotros.
Es una de las razones por las que nos cuesta aceptar el testimonio de otros cuando perciben la presencia del Señor en nuestra vida. Como nosotros no percibimos nada creemos que ellos sencillamente se están mostrando amables con nosotros. Sin embargo, a los demás se les concede ver realidades de nuestra vida que nosotros mismos no podemos advertir. Este impedimento también sirve para que no caigamos en orgullo, pues este desacredita y frena la obra que el Señor lleva a cabo en nuestro interior.
¿Qué parte nos toca?
Si el proceso de transformación depende de procesos realizados tan lejos de nuestras manos, cabe preguntarnos: ¿cómo podemos nosotros ser colaboradores de este proceso? La pregunta es necesaria, pues no estamos relegados al rol que se le asigna a una simple máquina. Más bien el Señor desea que seamos partícipes plenos de lo que él está obrando en nuestra vida.
Al examinar las respuestas a esta pregunta necesitamos claridad sobre qué NO nos toca. El hecho de que Juan el Bautista pudiera testificar de que él no era el Cristo cobraba igual importancia que la claridad con la que debía entender la misión que se le había confiado. Declarar lo que no era lo ayudaba a no asumir responsabilidades ni roles que le pertenecían exclusivamente al Cristo. Del mismo modo nosotros, al saber que la mayor parte del proceso de transformación está en las manos de Dios, podemos desistir de los esfuerzos vanos que muchas veces nos atormentan.
La acción que le tocó a Moisés fue subir al monte. ¡Esto no es poca cosa! Seguramente no hubiera experimentado semejante transformación si hubiera permanecido al pie del monte. Pero decidió subir, para buscar la presencia de Dios. No obstante, quisiera que preste atención a un detalle: la idea de buscar a Dios en el monte no fue de Moisés, sino del Señor. Él le había instruido: «Ciertamente yo estaré contigo, y la señal para ti de que soy yo el que te ha enviado será ésta: cuando hayas sacado al pueblo de Egipto adoraréis a Dios en este monte» (Ex 3.12).
¿Por qué debemos mantener presente este detalle? Porque la iniciativa de la comunión con el Señor está siempre en las manos de él. No caiga ante la tentación de pensar que usted es el que está realizando todo el esfuerzo en buscar al Señor. Antes de que usted disponga su corazón para salir a su encuentro, él ya se acercó y lo sedujo con una propuesta de comunión. Siempre el primer paso empieza en el corazón de él. Nosotros somos el pueblo de los que responden a las iniciativas de Dios. Él nos busca sin descanso.
Si respondemos a su búsqueda, entraremos de lleno en la plenitud de su proyecto para nosotros. La transformación profunda será solamente uno de los muchos beneficios que traerá a nuestra vida esta experiencia.
Preguntas para estudiar el texto en grupo
Nuestros anhelos, sin embargo, muchas veces no pasan más allá del deseo. Existe mucha confusión acerca del camino que debemos recorrer para lograr esta transformación. ¿Serán necesarios devocionales más largos? ¿Tendremos que asistir con mayor frecuencia a las actividades de la iglesia? ¿Habrá que sumar a nuestra vida mayor cuota de sacrificio? O… ¿será que el secreto ya lo expuso algún libro que no hemos leído, o algún pastor ungido que no hemos consultado?
La respuesta a nuestra búsqueda es más sencilla. El misterio de la transformación está claramente expuesto en las Escrituras, si sabemos interpretar el mensaje de un curioso incidente en la vida de Moisés.
En la presencia de Dios
En el capítulo 33 de Éxodo encontramos una admirable descripción de la relación que Moisés disfrutaba con Dios. La narración destaca que «el Señor acostumbraba hablar con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (v. 11). En el siguiente capítulo se describe su regreso de uno de estos encuentros íntimos con Dios. «Cuando Moisés descendía del Monte Sinaí con las dos tablas del testimonio en su mano, al descender del monte, Moisés no sabía que la piel de su rostro resplandecía por haber hablado con Dios» (Ex 34.29 - itálicas añadidas).
El tiempo en que Moisés estuvo en el monte produjo una profunda transformación en su vida. Tan dramático era este cambio que, «al ver Aarón y todos los hijos de Israel a Moisés, [que la] piel de su rostro resplandecía; tuvieron temor de acercarse a él» (Ex 34.30). De su experiencia podemos observar al menos tres verdades sobre la transformación.
Un resultado, no una meta
Una de las particularidades en el Nuevo Testamento es que —en el texto griego— el sujeto de la transformación siempre es pasivo1 (Ro 12.1–2; 1Co 15.50–51; 2Co 3.18; Fil 3.21). Es decir, la experiencia de transformación nosotros la recibimos, no la producimos. De la misma manera que la oruga no trabaja para convertirse en mariposa, tampoco nosotros podemos trabajar para convertirnos en otra persona de la que somos.
Moisés no subió al Monte con el deseo de ser transformado, sino con el deseo de buscar a Dios. La consecuencia de esta búsqueda del Señor fue su transformación. Del mismo modo, nuestro llamado es a fijar nuestros ojos en él, a seguir al Cristo que nos ha llamado. Mientras lo contemplamos a él, «estamos siendo transformados en la misma imagen de gloria en gloria, como por el Señor, el Espíritu» (2Co 3.18). Al igual que a un niño se le pegan las posturas y frases de su padre, sin ser consciente de ello, también a nosotros se nos «pegarán» las expresiones y particularidades de Jesús mientras caminamos con él.Moisés volvió con un rostro resplandeciente porque estuvo en presencia de Uno cuya esencia es resplandor y gloria.
Obra de Dios, no nuestra
La segunda verdad que podemos observar sobre la transformación es que es una obra que se realiza completamente en las manos de Dios. Esta verdad golpea duro contra el espíritu de control que gobierna muchas de nuestras acciones. Anhelamos experimentar un profundo cambio en nuestra vida, pero no renunciamos al deseo de estar nosotros al frente de esa obra. Queremos decidir qué aspectos de nuestra vida deben ser transformados. Al igual que el hijo pródigo, de regreso a casa de su padre, queremos darle instrucciones al Señor acerca de la acción más apropiada para lograr esa transformación.
Ninguno de nuestros esfuerzos ayudará en el proceso de transformación. Si el Señor no está enteramente en control del proceso, los resultados serán, en el mejor de los casos, decepcionantes. De hecho, es bueno recordar que nuestro llamado no es a estar tan enfocados en nuestra transformación que dejemos de mirar al Señor.
Precisamente este error procuraba corregir Pablo en su carta a los Colosenses. «¿Por qué obedecen a quienes les dicen "no toquen esto", "no coman eso", "no prueben aquello"? Esas reglas no son más que enseñanzas humanas, que con el tiempo van perdiendo su valor. No se puede negar que son útiles, porque enseñan acerca de la conducta religiosa, la humildad y el dominio del cuerpo. Pero lo cierto es que no ayudan a combatir los malos deseos de nuestra naturaleza humana» (2.20–23 - TLA). ¡La solución es otra! «Si habéis, pues, resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (3.1–2).
Proceso invisible, no palpable
Resulta llamativo el hecho de que cuando Moisés bajó del monte no sabía que el rostro de su piel brillaba. Su desconocimiento nos indica al menos dos realidades del proceso de transformación. En primer lugar, no percibió el proceso por el cual el resplandor de Dios se transfirió a su vida. Seguramente que el estar en la presencia del Señor implicó muchas sensaciones, algunas muy fuertes. Pero es improbable que en algún momento él se haya dado cuenta de lo que pasaba en su vida, porque la transformación es misteriosa.
La segunda que resalta es que él desconocía los efectos de esa transformación. Bajó del monte convencido de que estaba igual que cuando subió. No obstante, la reacción de la gente lo alertó de un cambio ocurrido en su vida. La sorpresa de Moisés revela que la transformación en nuestra vida no es primordialmente para que nosotros la contemplemos, sino para que los demás vean la gloria de Dios en nosotros.
Es una de las razones por las que nos cuesta aceptar el testimonio de otros cuando perciben la presencia del Señor en nuestra vida. Como nosotros no percibimos nada creemos que ellos sencillamente se están mostrando amables con nosotros. Sin embargo, a los demás se les concede ver realidades de nuestra vida que nosotros mismos no podemos advertir. Este impedimento también sirve para que no caigamos en orgullo, pues este desacredita y frena la obra que el Señor lleva a cabo en nuestro interior.
¿Qué parte nos toca?
Si el proceso de transformación depende de procesos realizados tan lejos de nuestras manos, cabe preguntarnos: ¿cómo podemos nosotros ser colaboradores de este proceso? La pregunta es necesaria, pues no estamos relegados al rol que se le asigna a una simple máquina. Más bien el Señor desea que seamos partícipes plenos de lo que él está obrando en nuestra vida.
Al examinar las respuestas a esta pregunta necesitamos claridad sobre qué NO nos toca. El hecho de que Juan el Bautista pudiera testificar de que él no era el Cristo cobraba igual importancia que la claridad con la que debía entender la misión que se le había confiado. Declarar lo que no era lo ayudaba a no asumir responsabilidades ni roles que le pertenecían exclusivamente al Cristo. Del mismo modo nosotros, al saber que la mayor parte del proceso de transformación está en las manos de Dios, podemos desistir de los esfuerzos vanos que muchas veces nos atormentan.
La acción que le tocó a Moisés fue subir al monte. ¡Esto no es poca cosa! Seguramente no hubiera experimentado semejante transformación si hubiera permanecido al pie del monte. Pero decidió subir, para buscar la presencia de Dios. No obstante, quisiera que preste atención a un detalle: la idea de buscar a Dios en el monte no fue de Moisés, sino del Señor. Él le había instruido: «Ciertamente yo estaré contigo, y la señal para ti de que soy yo el que te ha enviado será ésta: cuando hayas sacado al pueblo de Egipto adoraréis a Dios en este monte» (Ex 3.12).
¿Por qué debemos mantener presente este detalle? Porque la iniciativa de la comunión con el Señor está siempre en las manos de él. No caiga ante la tentación de pensar que usted es el que está realizando todo el esfuerzo en buscar al Señor. Antes de que usted disponga su corazón para salir a su encuentro, él ya se acercó y lo sedujo con una propuesta de comunión. Siempre el primer paso empieza en el corazón de él. Nosotros somos el pueblo de los que responden a las iniciativas de Dios. Él nos busca sin descanso.
Si respondemos a su búsqueda, entraremos de lleno en la plenitud de su proyecto para nosotros. La transformación profunda será solamente uno de los muchos beneficios que traerá a nuestra vida esta experiencia.
Preguntas para estudiar el texto en grupo
- Según el autor, ¿cuáles son las tres verdades sobre la transformación que se observan en la experiencia de Moisés narrada en Éxodo 34.29?
- Desde esas tres verdades, ¿cómo definiría usted la transformación que debe experimentar cada creyente en Cristo?
- ¿Cuál es el propósito final de la transformación?
- ¿Cuál es el papel puntual del creyente en el proceso de su transformación?
- ¿Qué es lo que jamás deberíamos dejar de hacer para que esta realmente ocurra?
fekix perez-alvarez
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