*Reflexiones del corazon*

jueves, 31 de mayo de 2012

OJO! 1. El yugo desigual matrimonial



 **El yugo desigual matrimonial**
1. El yugo desigual matrimonial
Consideremos, primeramente, el yugo doméstico o conyugal. ¿Qué pluma sería capaz de describir las angustias del alma, la miseria moral, así como las perniciosas consecuencias para la vida espiritual y el testimonio, que surgen del matrimonio de un creyente con una persona inconversa? Creo que nada podría ser más deplorable que la condición de alguien que descubre, cuando ya es demasiado tarde, que se ha unido de por vida a una persona con la cual no puede tener un solo pensamiento o sentimiento en común. Uno desea servir a Cristo; el otro, puede servir únicamente al diablo. Uno suspira tras las cosas de Dios; el otro no aspira sino a las cosas de este mundo. Uno procura mortificar con vehemencia la carne con todos sus afectos y deseos; el otro, no busca más que contribuir a sus deseos y satisfacerla.

Se puede trazar un paralelo con una oveja y un chivo amarrados el uno al otro. La oveja deseará comer los verdes pastos de la pradera, mientras que, el chivo, suspirará por las zarzas que crecen a lo largo de las zanjas. La triste consecuencia de ello es que ambos padecerán de hambre. Uno no quiere comer el pasto de la pradera; el otro, no puede alimentarse de zarzas, y así, ni uno ni otro obtiene lo que requiere su naturaleza, a menos que el chivo, merced a su mayor fuerza, logre arrastrar a su compañero —que lleva el yugo con él, aunque desigual— hasta las zarzas, para mantenerlo allí hasta que desfallezca y muera.

La enseñanza moral de esto es bastante simple; y además es algo que, por desgracia, ocurre demasiado a menudo. El chivo, por lo general, logra alcanzar su objetivo. El cónyuge mundano casi siempre termina saliéndose con la suya. Se verá casi sin excepción que, en el caso de un yugo desigual matrimonial, el pobre creyente es el que sufre, tal como lo evidencian los frutos amargos de una mala conciencia, un corazón abatido, un espíritu umbroso y una mente deprimida. Seguramente se paga un precio demasiado elevado a cambio de la satisfacción de algún afecto natural o de la adquisición, tal vez, de alguna miserable ventaja mundana. Un matrimonio de este tipo es, de hecho, la estocada mortal contra el cristianismo práctico y contra el progreso de la vida espiritual. Es moralmente imposible ser un discípulo de Cristo sin cadenas, teniendo el cuello bajo el yugo matrimonial con un incrédulo. Tampoco un corredor en los Juegos Olímpicos —o en los juegos ístmicos— habría esperado obtener la corona de la victoria atando a su cuerpo una carga pesada o un cuerpo muerto. Basta, seguramente, con tener el propio cuerpo que cargar, sin agregarle otro más. No ha habido jamás un verdadero cristiano que no se viera sumamente ocupado en combatir, con todos sus esfuerzos, los males de su propio corazón, sin pensar en cargar con los males de dos. Sin duda, el hombre que, con insensatez y en abierta desobediencia, se casa con una mujer inconversa, o la mujer que se casa con un hombre inconverso, está cargando con toda la gama de males que reúnen dos corazones; y ¿quién es suficiente para estas cosas? Un creyente puede contar, en forma absoluta, con la gracia de Cristo para lograr subyugar su propia naturaleza perversa; pero no puede ciertamente contar, de la misma manera, con esta gracia en lo que se refiere a la perversa naturaleza de su cónyuge incrédulo. Si él se puso bajo este yugo en ignorancia, el Señor vendrá en su ayuda, sobre la base de una plena confesión, y llevará su alma a una completa restauración; pero, en lo que respecta a su condición de discípulo, no la recuperará jamás. Pablo podía decir: “Golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado.” Y dijo esto en inmediata relación con la lucha por obtener el premio: “¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis. Todo aquel que lucha, de todo se abstiene; ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible. Así que, yo de esta manera corro, no como quien golpea el aire” (1.ª Corintios 9:24-27). No se trata aquí de una cuestión de vida o de salvación, sino simplemente de una cuestión de carrera en el estadio; de correr de tal manera que obtengamos el premio, no la vida, sino una corona incorruptible. El hecho de ser llamados a correr da por supuesto que tenemos la vida, pues nadie instaría a correr en el estadio a hombres muertos. Es evidente que yo debo tener la vida antes de comenzar a correr y, por consiguiente, no la podré perder, aunque no vaya a ganar la corona prometida; pues no es la vida lo que se propone como el premio a obtener. No somos llamados a correr a fin de obtener la vida, pues ella no proviene de aquel que corre, sino de Dios por la fe en Jesucristo, quien, por su muerte, obtuvo la vida para nosotros, y nos la comunica por el poder del Espíritu Santo. Ahora bien, esta vida, al ser la vida de un Cristo resucitado, es eterna; pues él es el Hijo eterno, como él mismo lo dice al dirigirse al Padre en Juan 17: “Le has dado potestad sobre toda carne, para que dé vida eterna a todos los que le diste" (v. 2). Esta vida es dada por gracia, sin ninguna condición. Él no nos da la vida, como pecadores, para llamarnos luego a correr a fin de obtenerla, como santos, con la oscura posibilidad de perder esta preciosa gracia al tropezar en nuestra carrera. Ello sería correr “como a la ventura”, tal como muchos, lamentablemente, tratan de hacerlo, quienes profesan estar en la carrera, sin saber, no obstante, si tienen o no la vida. Tales personas corren para obtener la vida y no una corona; pero Dios no ofrece la vida al fin del estadio, como premio al vencedor; él la da en el punto de partida, como la fuerza por la cual corremos. La capacidad de correr y el objeto tras el cual corremos son dos cosas muy diferentes; sin embargo, ellas son continuamente confundidas por aquellos que ignoran el glorioso Evangelio de la gracia de Dios, en el cual Cristo es manifestado como la vida y la justicia de todos cuantos creen en su nombre; y eso, además, como el gratuito don de Dios y no como la recompensa por haber corrido bien.

Ahora bien, consideramos las terribles y perniciosas consecuencias de un yugo desigual matrimonial principalmente por su influencia sobre nuestra marcha como discípulos. Digo principalmente porque ello afecta profundamente todo nuestro ser moral y todas nuestras experiencias. Dudo mucho si alguien es capaz de propinar un golpe más destructivo a su prosperidad en la vida divina que al contraer un yugo desigual. En realidad, el solo hecho de haberlo contraído demuestra que el declinamiento de la vida espiritual ya ha comenzado con los más alarmantes síntomas; mas en cuanto a su condición de discípulo y a su testimonio, pueden ser considerados como una lámpara casi extinta, y si ella ocasionalmente diera una luz tenue y vacilante, ello sólo pondría de manifiesto su miserable posición de espantosas sombras, y las aterradoras consecuencias de haberse unido en yugo desigual con un incrédulo.

Hasta aquí he hablado del yugo desigual en relación con la influencia que ejerce sobre la vida, el carácter, el testimonio y la condición de discípulo del hijo de Dios. Ahora quisiera decir unas palabras respecto a su efecto moral tal como se manifiesta en el círculo doméstico. Aquí también las consecuencias son verdaderamente desastrosas. No podría ser de otra manera. Dos personas se han unido para vivir en la más estrecha e íntima relación, con gustos, hábitos, sentimientos, deseos, tendencias y aspiraciones diametralmente opuestos. No tienen nada en común, de modo que todo movimiento que haga cualquiera de ellos, de seguro molestará al otro. El incrédulo, en realidad, no puede andar con el creyente, y si, gracias a una extrema amabilidad o a una profunda hipocresía, hubiere una apariencia de armonía —de que todo está bien—, ¿qué valor tendría a los ojos del Señor, quien juzga, no las apariencias externas, sino el verdadero estado del corazón en relación con Él? Poco y nada, por cierto; y diría que todo ese esfuezo es más que inútil. Luego, insisto, si el creyente desgraciadamente tuviera que ponerse de acuerdo, en alguna medida, con su compañero de yugo, sólo podría hacerlo a expensas de su condición de discípulo, lo que traerá como consecuencia una conciencia que lo condena delante del Señor; y esto todavía dará lugar a un espíritu abrumado y, casi con seguridad, a un temperamento agrio que se manifestarán en el círculo familiar, de modo que la gracia del Evangelio no puede ser puesta en evidencia, y el incrédulo no es atraído ni ganado. El yugo desigual parece, pues, desde todo punto de vista, algo muy triste. Deshonra a Dios; atenta contra el bienestar espiritual; tiende a destruir la condición de discípulo y el testimonio, y es completamente contrario a la paz y a la bendición domésticas. Produce alejamiento, enfriamiento y desavenencias. Con todo, si no se dieran estas cosas, al menos seguramente haría que el creyente perdiera su carácter de discípulo y su buena conciencia, pudiendo hallarse tentado a sacrificar ambas cosas sobre el altar de la paz doméstica. Así pues, sea cual fuere el punto de vista, el yugo desigual no puede conducir sino a las consecuencias más deplorables.

En cuanto a sus efectos sobre los niños, es igualmente triste. Los niños se inclinan naturalmente a seguir el ejemplo de su padre o madre inconverso. “La mitad de sus hijos hablaban la lengua de Asdod, porque no sabían hablar judaico, sino que hablaban conforme a la lengua de cada pueblo” (Nehemías 13:24). No puede haber ninguna unión de corazones en la educación de los niños; ninguna armonía, ninguna confianza mutua en su trato. Uno desea criarlos en disciplina y amonestación del Señor; el otro, según los principios del mundo, de la carne y del diablo; y como las simpatías de los niños, a medida que crecen, son propensas a ponerse de este último lado, no es difícil prever en qué terminará todo esto. En resumidas cuentas, arar bajo un “yugo desigual” o sembrar el campo “con mezcla de semillas” es un esfuerzo vano, inconveniente y antiescriturario, que sólo puede producir sufrimientos y confusión[1].

Antes de terminar esta parte de nuestro tema, quisiera hacer una observación sobre las razones que generalmente animan a los cristianos a ponerse bajo el yugo del matrimonio moralmente desigual. Lamentablemente, todos sabemos cuán fácilmente el pobre corazón se convence a sí mismo de que es correcta una determinada decisión que desea tomar, y cómo el diablo nos provee de argumentos plausibles para persuadirnos de que ello está bien; argumentos que el triste estado moral de nuestra alma nos hace considerar como claros, satisfactorios y concluyentes. El hecho mismo de haberle dado lugar a tales pensamientos demuestra que somos incapaces de sopesar —con una mente lúcida y con una conciencia espiritualmente justa— las graves consecuencias de tal decisión. Si nuestro ojo fuese sencillo (es decir, si fuésemos gobernados por un solo objeto: la gloria y el honor del Señor Jesucristo), nunca contemplaríamos la idea de poner nuestro cuello bajo un yugo desigual; y, en consecuencia, no tendríamos dificultades ni estaríamos perplejos respecto de este tema. Un corredor que tiene los ojos puestos en la corona no se afligiría por ninguna duda en cuanto a si debiera detenerse para atarse un peso de un quintal al cuello. Jamás se le cruzaría por la cabeza un pensamiento semejante; y no sólo eso, sino que un corredor escrupuloso posee una clara y casi intuitiva percepción de todo aquello que pudiera significar un obstáculo para su carrera. Naturalmente que, cualquier cosa de este tipo que él lograra percibir, la rechazaría con la mayor firmeza[2].

Ahora bien, si ocurriera lo mismo con los cristianos en lo que respecta al matrimonio antiescriturario, se ahorrarían un mundo de sufrimientos y perplejidades; pero no es así. El corazón procura escapar de la comunión con el Señor y es moralmente incompetente para discernir las cosas que difieren; y, mientras persiste en esa condición, el diablo gana terreno con facilidad y en seguida logra tener éxito en sus perniciosos esfuerzos para inducir al creyente a unirse en yugo con “Belial”, con la “injusticia”, con las “tinieblas”, con un “incrédulo”. Cuando el alma goza de plena comunión con Dios, es absolutamente sumisa a su Palabra; ve las cosas tal como Dios las ve, y las llama de la misma manera que Él las llama y no como el diablo o su propio corazón carnal quisiera llamarlas. De esta manera, el creyente escapa al lazo y a la influencia de un engaño del cual casi siempre es víctima en esta cuestión: una falsa profesión de religión de parte de la persona con quien desea contraer matrimonio. Esto es algo que ocurre muy a menudo. Es fácil simular inclinación por las cosas de Dios, y el corazón es bastante vil y pérfido para hacer una profesión de religión a fin de lograr su objetivo; y no sólo eso, sino que el diablo, quien “se disfraza como ángel de luz”, provocará esta falsa profesión a fin de encadenar lo más eficazmente posible los pies y el corazón de un hijo de Dios. De este modo logra hacer que los cristianos, en estos asuntos, se contenten o parezcan contentarse con una prueba de conversión que, en otras circunstancias, habrían considerado totalmente dudosa e insuficiente. Pero, lamentablemente, la experiencia no tarda en abrir los ojos a la realidad de las cosas. Pronto se descubre que la profesión no era más que una vana apariencia, y que el corazón está enteramente en el mundo y es del mundo. ¡Terrible descubrimiento! ¿Quién podría expresar las amargas consecuencias de tal descubrimiento, las angustias del corazón, los reproches y los remordimientos de la conciencia, la vergüenza y la confusión, la pérdida del poder, la paz, la bendición y el gozo espirituales, y el sacrificio de una vida útil? ¿Quién podría describir todas estas cosas? El hombre, vuelto en sí de su sueño ilusorio, abre sus ojos ante la espantosa realidad de que se ha unido de por vida bajo el mismo yugo con “Belial”. Sí, así es como lo llama el Espíritu. Esto no es una consecuencia o una deducción a la que se llega tras un proceso de razonamiento, sino una simple y positiva declaración de la Santa Escritura, a los efectos de confrontar a todo aquel que se ha puesto bajo un yugo conyugal bíblicamente desigual, cualesquiera sean los motivos, las razones o las falsas apariencias que lo hayan seducido.

¡Oh, mi querido lector cristiano, si está en peligro de colocarse bajo un yugo semejante, permítame suplicarle con insistencia, afecto y seriedad que se detenga primero y sopese este asunto en la balanza del santuario, antes de dar un solo paso adelante en ese fatal camino! Puede estar seguro de que no bien dé este paso, su corazón estallará en lamentos desesperados y su vida se verá llena de amargos e innumerables pesares. ¡Que nada en el mundo lo induzca a unirse en yugo desigual con un incrédulo! ¿Tiene comprometidos sus afectos? Recuerde entonces que ésos no pueden ser los afectos del nuevo hombre en Ud. Tales sentimientos —esté seguro de ello— provienen de la vieja naturaleza carnal, a la que somos llamados a mortificar y a desechar. Debemos, pues, clamar a Dios a fin de que nos dé el poder espiritual necesario para remontarnos por encima de la influencia de tales afectos; incluso para sacrificarlos por Él. Pregunto también: ¿Están comprometidos sus intereses? Recuerde, pues, que sólo se trata de sus intereses; y si ellos son favorecidos, los intereses de Cristo resultan sacrificados al unirse Ud. en yugo desigual con “Belial”. Además, aquí se trata tan sólo de sus intereses temporales y no de los que son eternos. De hecho que los intereses del creyente y los de Cristo deberían ser idénticos; y es evidente que los intereses de Cristo, su honor, su verdad, su gloria, son inevitablemente sacrificados cuando uno de sus miembros se asocia con “Belial”. ¿Qué son unos pocos cientos o unos pocos miles para un heredero del cielo? Dios puede darle mucho más que esto. ¿Sacrificaríamos la verdad de Dios, así como nuestra propia paz, prosperidad y felicidad espirituales por una suma vil e insignificante de bienes materiales, todo lo cual habrá de perecer por el uso? ¡Oh, no! ¡Dios no lo permita! Huyamos de esto, como lo hace una ave al ver y percibir la trampa. Echemos mano de un discipulado firme, auténtico y sincero; tomemos el cuchillo y sacrifiquemos en el altar de Dios todos nuestros afectos e intereses personales. Entonces, aun si no oyésemos ninguna voz de los cielos que aprobara nuestra acción, con todo tendríamos el invalorable testimonio de una conciencia aprobadora y de un Espíritu no contristado: una rica recompensa, seguramente, para el sacrificio más costoso que pudiéramos hacer. Quiera el Espíritu de Dios darnos el poder necesario para resistir las tentaciones de Satanás.

Apenas es necesario observar aquí que, en los casos en que la conversión tiene lugar después del matrimonio, la cuestión cambia notablemente de color. Entonces no habrá desgarramientos de conciencia, por ejemplo, y todo se verá modificado en una cantidad de detalles. Sin duda, todavía habrá dificultades, pruebas y aflicciones; la única y gran diferencia es que uno puede llevar con mucha más felicidad su prueba y su aflicción a la presencia del Señor cuando no ha caído de forma voluntaria y deliberada en ellas; y —bendito sea Dios— sabemos cuánto está Él dispuesto a perdonar, restablecer y purificar de toda injusticia al alma que confiesa plenamente sus errores y fracasos. Esto puede consolar el corazón de aquel que ha sido llevado a los pies del Señor después del matrimonio. Además, el Espíritu de Dios le ha dado directivas especiales y preciosas consolaciones en el siguiente pasaje: “Si algún hermano tiene mujer que no sea creyente, y ella consiente en vivir con él, no la abandone. Y si una mujer tiene marido que no sea creyente, y él consiente en vivir con ella, no lo abandone. Porque el marido incrédulo es santificado en la mujer, y la mujer incrédula en el marido; pues de otra manera vuestros hijos serían inmundos, mientras que ahora son santos... Porque ¿qué sabes tú, oh mujer, si quizá harás salvo a tu marido? ¿O qué sabes tú, oh marido, si quizá harás salva a tu mujer?” (1.ª Corintios 7:12-16).

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