En las
Sagradas Escrituras se nos dicen tres cosas acerca de la naturaleza de Dios.
Primero, que “Dios es
Espíritu” (Juan 4:24). En el griego no hay artículo
indeterminado, por lo que decir “Dios es un espíritu» sería en extremo
censurable, puesto que le igualaría a otros seres. Dios es “Espíritu” en el
sentido más elevado.
Por ser
“Espíritu” no tiene sustancia visible, es incorpóreo. Si Dios tuviera un cuerpo
tangible, no sería omnipresente, y estaría limitado a un lugar; al ser
“Espíritu” llena los cielos y la tierra. Segundo, que “Dios es luz” (1Juan 1:5) lo cual
es lo opuesto a las tinieblas.
Arthur W. Pink |
Esta es
una urgente necesidad que se hace evidente, no sólo por la ignorancia general
que prevalece, sino también por el estado tan bajo de espiritualidad que,
triste es decirlo, es característica general de muchos de los que profesan ser
cristianos.
¡Qué
poco amor genuino hay hacia Dios! Una de las razones principales es que
nuestros corazones se ocupan muy poco de su maravilloso amor hacia los suyos.
Cuanto mejor conozcamos su amor -su carácter, plenitud, bienaventuranza más
fuerte será el impulso de nuestros corazones en amor hacia él.
1. El
amor de Dios es inherente. Queremos decir que no hay nada en los objetos de su
amor que pueda provocarlo, ni nada en la criatura que pueda atraerlo o
impulsarlo.*El amor que una criatura siente por otra es producido por algo que
hay en ésta; pero el amor de Dios es gratuito, espontáneo, inmotivado. La única
razón de que Dios ame a alguien reside en su voluntad soberana.
“no por ser vosotros más que todos los pueblos
os ha querido Jehová, y os ha escogido; porque vosotros erais los más pocos de
todos los pueblos; sino porque Jehová os amó” (Deut. 7:7,8). Dios ha
amado a los suyos desde la eternidad, y, por lo tanto, nada que sea de la
criatura puede ser la causa de lo que se halla en Dios desde la eternidad. El
ama por sí mismo “según el
intento suyo” (2Tim. 1:9).
“Nosotros le amamos a él, porque él nos amó
primero” (1Juan 4:19). Dios no nos amó porque nosotros
le amábamos, sino que nos amó antes de que tuviésemos una sola partícula de
amor hacia él. Si Dios nos hubiera amado correspondiendo a nuestro amor, no
hubiera sido espontáneo; pero, porque nos amó cuando no había amor en nosotros,
es evidente que nada influyó en su amor. Si Dios ha de ser adorado, y el
corazón de sus hijos probado, es importante que tengamos ideas claras acerca de
esta verdad preciosa.
El amor
de Dios hacia cada uno de “los suyos» no fue movido en absoluto por nada que
hubiera en ellos. ¿Qué había en mí que atrajera al corazón de Dios? Nada
absolutamente. Al contrario, todo lo que le repele, todo lo que le haría
aborrecerme -pecado, depravación, corrupción estaba en mi corazón; en mí no
había ninguna cosa buena.
2. Es
eterno. Necesariamente ha de ser así. Dios mismo es eterno, y Dios es amor; por
tanto, como él no tuvo principio, tampoco su amor lo tiene. Es cierto que este
concepto trasciende el alcance de nuestra mente finita; sin embargo, cuando no
podemos comprender, podemos adorar. ¡Qué claro es el testimonio de Jeremías
31:3 “Con amor eterno te he amado; por tanto te soporté con misericordia!”
¡Qué
bendito conocimiento el saber que el Dios grande y santo amó a sus hijos antes
de que el cielo y la tierra fuesen creados, y que había puesto su corazón en
ellos desde la eternidad! Esto es prueba clara de que su amor es espontáneo,
porque él les amó innumerables siglos antes de que tuviesen el ser.
La
misma maravillosa verdad queda expuesta en Efesios 1:4,5: “Según nos escogió en él antes de la fundación del
mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él en amor; habiéndonos
predestinado”. ¡Qué de alabanzas debería producir el corazón al pensar que si
el amor de Dios no tuvo principio tampoco puede tener fin! Si es verdad que
“desde el siglo hasta el siglo” Él es Dios y es “amor” entonces es igualmente
verdad que ama a su pueblo “desde el siglo y hasta el siglo”.
3. Es
soberano. Esto, también, es evidente en sí mismo. Dios es soberano, no está
obligado para con nadie; Dios es su propia ley, actúa siempre de acuerdo con su
propia voluntad real. Así, pues, si Dios es soberano, y es amor, se desprende
necesariamente que su amor es soberano. Porque Dios es Dios, actúa como le
agrada; porque es amor, ama a quien quiere.
Tal es
su propia explícita afirmación: “A Jacob
amé, mas a Esaú aborrecí” (Rom. 9:13). No había más objeto de
amor en Jacob que en Esaú. Ambos habían tenido los mismos padres, habían nacido
al mismo tiempo, puesto que eran gemelos; con todo, ¡Dios amó al uno y
aborreció al otro! ¿Por qué? Porque le agradó hacerlo así.
La
soberanía del amor de Dios se desprende necesariamente del hecho de que no es
influido por nada que haya en la criatura. De ahí que el afirmar que la causa
de su amor reside en El mismo es sólo otra manera de decir que ama a quien
quiere. Supongamos, por un momento, lo contrario. Supongamos que el amor de
Dios fuera regulado por algo externo a su voluntad.
En tal
caso su amor se regiría por unas reglas, y, siendo así, El estaría bajo una
regla de amor, de manera que, lejos de ser libre, sería gobernado por una ley.
“En amor; habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos por Jesucristo a sí
mismo, según” -¿qué? ¿Algún mérito que vio en nosotros? No; sino, “según el puro afecto de su voluntad” (Efe.
1:4,5).
4. Es
infinito. Todo lo referente a Dios es infinito. Su sustancia llena los cielos y
la tierra. Su sabiduría es ilimitada, porque él conoce todo el pasado, el
presente y el futuro. Su poder es inmenso, porque no hay nada difícil para él.
Asimismo, su amor no tiene límite. Tiene una profundidad que nadie puede
sondear; una altura que nadie puede escalar; una longitud y una anchura que
están más allá de toda medida humana.
Esto se
nos indica en Efe. 2:4:
“Sin embargo, Dios, que es rico en misericordia, por su mucho amor con que nos
amó”; la palabra “mucho” aquí es sinónima de “de tal manera amó Dios”
en Juan 3:16. Nos habla de un amor tan sobresaliente que no puede ser
calculado.
“Ninguna
lengua puede expresar fielmente la infinitud del amor de Dios, ni ninguna mente
comprenderla: “excede a
todo conocimiento” (Efe. 3:19). Las más vastas ideas que la
mente finita puede formarse del amor divino están muy por debajo de su
verdadera naturaleza. 5. Es inmutable. Del mismo modo que en Dios “no hay mudanza, ni sombra de variación” (Stg.
1:17), tampoco su amor conoce cambio o disminución. El indigno Jacob
ofrece un ejemplo poderoso de esta verdad: “A Jacob amé”, declaró Jehová, y, a
pesar de toda su incredulidad y desobediencia, El nunca dejó de amarle.
En Juan
13:1 se nos da otra hermosa ilustración. Aquella misma noche, uno de los
apóstoles diría: “Muéstranos
al Padre”; otro le negaría con juramentos, todos iban a ser escandalizados
y le abandonarían. Así y todo, “como había amado a los suyos que estaban en el
mundo, los amó hasta el fin”. El amor divino no está sujeto a vicisitudes de
ninguna clase. El amor divino “fuerte es como la muerte… las muchas aguas no
podrán apagarlo” (Cant. 5:6,7). Nada puede apartarnos del mismo (Rom. 8:35-39).
6. Es
santo. El amor de Dios no lo regula el capricho, ni la pasión, ni el
sentimiento, sino un principio. Del mismo modo que su gracia no reina a
expensas de la misma, sino “por la
justicia” (Rom. 5:21), así su amor nunca choca con su santidad. “Dios es luz” (1Juan 1:3) se
encuentra antes que “Dios es
amor” (1Juan 4:5).
El amor
de Dios no es una simple debilidad afectuosa, ni una especie de muelle ternura.
La Escritura declara que “el Señor
al que ama castiga, y azota a cualquiera que recibe por hijo” (He. 12:6). Dios no
cerrará los ojos al pecado, ni siquiera al de sus hijos. Su amor es puro, sin
mezcla de sentimentalismo sensiblero.
7. Es
benigno. El amor y el favor de Dios son inseparables. Esto se pone de relieve
en Romanos 8:32-39. Por la idea y alcance del contexto se percibe claramente
que es este amor, el cual no puede haber separación: es la buena voluntad y la
gracia de Dios que le determinaron a dar a su Hijo por los pecadores. Ese amor
fue el poder impulsor de la encarnación de Cristo: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito”
(Juan 3:16),
Cristo
no murió para hacer que Dios nos amara, sino porque amaba a su pueblo. El
Calvario es la demostración suprema del amor divino. Siempre, que seamos
tentados a dudar del amor de Dios, recordemos el Calvario. He aquí, abundante
motivo para confiar en Dios, y para soportar con paciencia las aflicciones que
envía, Cristo era el amado del Padre, y aun así no estuvo exento de pobreza,
afrenta y persecución. Sufrió hambre y sed. De ahí que, al permitir que los
hombres le escupieran y le hirieran, el amor de Dios hacia Cristo no sufrió
menoscabo.
Así
pues, que ningún cristiano dude del amor de Dios al ser sometido a pruebas y
aflicciones dolorosas. Dios no enriqueció a Cristo con prosperidad temporal en
este mundo, ya que “no tenía donde recostar su cabeza”. Pero sí le dio el
Espíritu sin medida. Siendo así, aprendamos que las bendiciones espirituales
son los dones principales del amor divino. ¡Qué bendición es el saber que,
aunque el mundo nos odie, Dios nos ama!
por Arthur W. Pink
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