Carta a un ateo sobre el origen de Dios
Estimado amigo: *Tu eres de los que no creen en Dios porque dices que en la vida todo tiene un origen y no estás conforme con las explicaciones que te han dado sobre el origen de Dios. Cuando te han dicho que Dios salió de la nada, te has echado a reír y has contestado que de la nada, nada puede salir.
Verás. Intentemos razonar un poco tú y yo. Es posible que la palabra “nada”, como nosotros la entendemos, no sea la más apropiada para indicar el origen de Dios. Antes de la “nada” ya existía una Causa que luego dio luz a todas las demás formas de vida. La “nada”, entendida en forma de “vacio”, no dio origen a la Causa. Tampoco la Causa “creó” el “vacío”, sino que existía en él hasta que se decidió a que dejara de ser “vacío”, y cobrara vida. Esa Causa, amigo, es Dios. Si no te gusta el nombre, ponle tú el que te parezca. Si dices que la explicación es demasiado infantil, dame tú otra razón que me explique satisfactoriamente el origen del universo. Verás cómo tus razones resultan más infantiles aún que las mías.
Si insistes en que de la nada, nada puede salir, yo uso el mismo argumento para que me expliques de dónde salió el mar que te baña , y el campo verde que te recrea, y las montañas que te deleitan, y el desierto que te asusta, y el alma que te da vida. Porque todo eso existe. Y si Dios no lo ha creado, alguien ha debido hacerlo, porque la materia no es eterna.
En esta serie de conversaciones contigo, que empiezo hoy, me he propuesto aferrarme cuanto pueda a la Biblia, sin apartarme de ella . Si discurriéramos con argumentos de la filosofía, nos haríamos un lío fenomenal y no llegaríamos a ninguna parte. Si echáramos mano de la ciencia tendríamos que buscar, primeramente, una ciencia lo suficientemente honrada y competente como para merecernos confianza, porque los científicos, en estas materias, incurren en profundas contradicciones y no logran ponerse de acuerdo. La teología, por otra parte, me parece demasiado enrevesada para este cambio de impresiones que será la base de nuestro diálogo. Prefiero quedarme con la Biblia, sin que esto nos impida asomarnos, de vez en cuando, a las ventanas de esas ciencias que hemos mencionado.
Y te diré por qué. En la Biblia encontraremos respuestas para todas nuestras preguntas. Nuestras conversaciones encontrarán en la Biblia material suficiente y del bueno, en el que no cabe engaño.
Ahora bien, antes de seguir hablando sobre el origen de Dios tenemos que ponernos de acuerdo sobre Su personalidad, no sea que estemos buscando el principio de un fantasma. Cuando niño te habrán enseñado que Dios es un señor de figura humana, viejo y venerable, con el cabello y las barbas blancas, paseando por los rincones del cielo y espiando desde su nido todos tus movimientos. Ese dios, con minúscula, no nos interesa. Conocemos demasiado bien su origen: está en la imaginación del pintor que lo concibió así y lo plasmó en el lienzo, quizá para asustarte.
De mayor te han acostumbrado a que pienses de Dios como un cuerpo muerto, generalmente semidesnudo, clavado en una cruz y con expresión de agonía mortuoria en su rostro. Otras veces te lo han vestido, te lo han cubierto con mantos costosos y te lo han paseado por la calle donde vives, cargado de oro. Ese tampoco es el Dios cuyo origen buscamos, porque a ese lo ha hecho el hombre que labra la piedra o el que talla la madera. Y un dios que el mismo hombre hace, poco dios puede ser.
La Biblia dice que “Dios es Espíritu” (Juan 4:24).No tiene figura corpórea. Es cierto que Jesucristo vino en forma de hombre, pero debes tener en cuenta que en Cristo había dos naturalezas, la divina y la humana, y en su condición de hombre se apropió temporalmente de un cuerpo semejante al tuyo y al mío, pero no lo hizo para que lo imagináramos siempre así, ni mucho menos para que le adoráramos en figura de hombre.
El Dios que buscamos, el que nos hace falta a todos, es el Dios bíblico, ese Ser real, invisible, espiritual y poderoso que se manifiesta ya en el primer versículo de la Biblia:
“En el principio creó Dios los cielos y la tierra“ (Génesis 1:1).
Esta es la presentación de Dios en la Biblia. Nada más. A los autores bíblicos parece tan natural la existencia de Dios, que ni siquiera se molestan en probarla. Es más, el ateísmo teórico lo consideran como cosa de necios:
“Dijo el necio en su corazón: No hay Dios” (Salmo 14:1).
A ti te gustaría, estoy seguro, saber dónde estaba Dios antes que el hombre le descubriera, qué hacía, cuál era su ocupación, cómo empleaba el tiempo, de qué seres se rodeaba, si es que había alguien con Él; en fin, todos los detalles relacionados con su actividad y existencia antes de aparecer creando el mundo, como se nos presenta en la Biblia. A mí, la verdad, me gustaría también. No para ayudarme a creer, porque no es difícil creer sin saber estas cosas, sino para satisfacer mi natural curiosidad humana. Pero no lo sé. Y el silencio de Dios me merece un profundo respeto. Él mismo me amonesta contra esas especulaciones vanas que sólo engendran confusión:
“Las cosas secretas son para Jehová, nuestro Dios; mas las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos por siempre” (Deuteronomio 29:29).
Además, tratándose de Dios no se puede hablar de “antes” ni de “después”. Dios es de siempre. El ha vivido y vive en un presente continuo. La Biblia lo presenta con una simplicidad que maravilla. “En el principio…Dios”. No te devanes los sesos tratando de saber cuándo fue ese principio ni qué había antes del mismo, porque de nada te valdría. Ni a ti, ni al hombre más sabio que pueda dar esta tierra.
El principio de Dios es siempre y es nunca, es ayer, hoy y mañana. El principio de Dios es la Historia vuelta hacia atrás miles de millones de años y es el futuro envuelto en la eternidad de los tiempos, porque el tiempo no cuenta para Dios. La Biblia dice que:
“Un día delante del Señor es como mil años, y mil años, como un día” (2ª Pedro 3:8).
Me vas a contestar que todo esto no te prueba nada y que me estoy saliendo por la tangente. De ninguna manera. Ten en cuenta que no estoy tratando de probarte el origen de Dios, porque esto no puedo hacerlo. Ni yo ni nadie. San Agustín, por nombrarte a un creyente, no ha podido mostrar, a pesar de su sabiduría, de dónde salió Dios; pero Voltaire, por citarte a un ateo, tampoco ha podido demostrar que Dios no salió de lugar alguno.
Lo tuyo y lo mío, aquí, no es más que un diálogo, un simple cambio de impresiones con la intención, al menos por mi parte, de llegar a un acercamiento entre tu ateísmo y mi fe. ¿Lo conseguiremos?
Lo otro, lo de querer demostrarte de dónde salió Dios, sería tiempo perdido.
Lo que sí puedo decirte es que antes de que Dios creara el mundo cósmico ya estaba acompañado, no vivía solo. Ángeles y astros formaban su corte. ¿Qué cómo lo sé yo? Porque Él mismo se lo dijo a un hombre llamado Job y alguien lo dejó escrito en la Biblia para constancia nuestra. De esto hace tanto miles de años, que yo no me atrevo a señalar fecha.
Job era creyente, pero como todo ser humano tuvo también sus momentos de flaqueza y de dudas. Para desahogar la angustia que llevaba dentro no se le ocurrió nada mejor que altercar con Dios. Hasta se cree con derecho a recriminarle, igual que tú y yo lo hacemos algunas veces. Dios, para mostrarle su insignificancia humana y al mismo tiempo el eterno poder de la divinidad, le dice:
“¿Dónde estabas cuando yo fundaba la tierra? Házmelo saber, si tienes inteligencia… ¿Quién puso su piedra angular, cuando las estrellas todas del alba alababan y se regocijaban todos los hijos de Dios?” (Job 38:4-7).
A otro autor bíblico, Moisés, se le ocurrió pedir a Dios su tarjeta de visita para el Faraón de Egipto, pero Dios se la negó. La historia, brevemente, ocurrió así: El pueblo judío estaba viviendo en esclavitud en Egipto y Dios mandó a Moisés con el encargo de que dijera al Faraón que dejara salir de su tierra a todos los judíos. El encargo, desde luego, se las traía, porque los judíos eran de mucha utilidad a los egipcios. Además, el Faraón gobernaba sobre un poderoso imperio y tenía un ejército bien equipado, mientras que Moisés no era más que un hombre indefenso, sin otro recurso que su fe en Dios. De ahí que Moisés, de primera intención, se negara a cumplir el mandato divino. Y entre Dios y Moisés se establece el siguiente diálogo:
“Entonces Moisés respondió a Dios: ¿quién soy yo para que vaya a Faraón y saque de Egipto a los hijos de Israel?... He aquí, que llego yo a los hijos de Israel y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntaren: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé? Y respondió Dios a Moisés: Yo soy el que soy. Y dijo: Así dirás a los hijos de Israel: Yo soy, me ha enviado a vosotros” (Éxodo 3:11-14).
Eso es todo cuanto figura en la tarjeta de presentación de Dios: “Yo soy el que soy”. Nada más. Ni tiene un nombre propio, ni fecha de nacimiento, ni domicilio particular, ni teléfono donde localizarle. “Yo soy el que soy”, eso es todo. Y este “Yo soy”, al parecer impersonal, llena la tierra entera con su presencia y también el alma de la persona que cree en Él.
Comprendo que ese “Yo soy” no te diga mucho; acepto que sea insuficiente para ti, que te ayude poco en la búsqueda de Dios. Pero no hay más. Por otro lado, vamos a ser honestos: ¿Es que sabemos más de nosotros mismos? Tú, por ejemplo, ¿qué sabes de ti? ¿Dónde estabas antes de nacer? ¿Qué misterioso poder te ha traído a la vida? ¿Quién eres tú? “Pienso –decía el filósofo-, luego existo”. Pero ¿por qué pienso? ¿Cómo existo?
Me vas a decir que tienes un documento de identidad donde figuran tus datos personales, pero todo eso, amigo mío, es puro accidente.
Sabes cuando has nacido porque los humanos hemos fabricado unas medidas para controlar el tiempo y calcular nuestra edad desde que rompemos en el primer llanto hasta que lanzamos el último suspiro. Pero eso, ¿qué es? ¿Soluciona, acaso, el gran misterio de la vida? ¿Nos lo explica?
Tenemos un nombre, cierto, pero ese nombre, ¿es de verdad nuestro? ¿Define nuestra personalidad? Goethe decía que la personalidad es el mayor bien del hombre, ¿está la personalidad en el nombre? Pepe, Rafael, Antonio, Juan o Pedro no son más que letras. Nombres que nos han puesto al nacer para facilitar nuestra identificación. Pero en la vida se nace hombre o mujer, nada más. Nadie nace llamándose de esta o de aquella manera. El nombre que llevamos es mero accidente. Lo que importa de verdad es la personalidad que se esconde tras el nombre.
Igual ocurre con Dios. Su “Yo soy” a Moisés no dice mucho, pero tampoco es preciso. Envuelto en ese nombre y por encima de Él está Dios. El Dios eterno, sin principio ni fin, el Dios sin origen ni destino, el que ha sido, es y será y a cuya imagen y semejanza tú estás formado. Créeme.
Pásalo bien.
Autores: Juan Antonio Monroy