ME ENCANTO ESTE ARTICULO ESCRITO DE ALBERTO SALCEDO RAMOS
Siempre me han gustado los ancianos. Amo
los surcos de sus rostros, sus ojos acuosos. Cuando caminan en la
distancia los sigo con la mirada hasta cuando se me pierden de vista.
Sobre todo, me encanta oírlos.
Amo ser contertulio de un viejo que
cuenta historias en un taburete mientras se abanica el pecho con su
sombrero. Durante mi adolescencia los compañeros del colegio me llamaban
“viejito precoz”.
Me llamaban así porque prefería fisgonear las conversaciones de los mayores que jugar fútbol con ellos.
Oír hablar a un viejo es como leer con los oídos. Por eso el poeta senegalés Leopold Sedar Senghor decía que cuando un anciano muere es como si se quemara una biblioteca.
Ninguna imagen me conmueve tanto como la de una pareja de ancianos que caminan tomados de la mano.
Acaso esta fascinación se deba a que fui
criado por abuelos. Además alcancé a conocer a mis dos bisabuelas,
ambas casi centenarias. La una —mamá Josefita— se sabía de memoria
varios cuentos de “Las mil y una noches”, y la otra —mamá Rita— era de
poquísimas palabras pero tenía un rostro plácido que daba gusto
contemplar. Yo no entendía por qué, cuando estaba dormida, seguía
sonriendo. En todo caso me encantaba asomarme a su habitación para
espiarle el sueño.
En la infancia me asustaba mucho cuando
sentía el estruendo de las tormentas del Caribe en el techo, o cuando un
ventarrón embestía las ventanas. Entonces bastaba con que apareciera
alguno de los viejos de mi familia para sentir que el mundo amenazante
volvía a ser confiable.
Cuando hay un viejito que no encuentra
con quién hablar siempre soy yo el que le arroja el salvavidas. Una vez,
en la Guajira, me topé con uno de ochenta y siete años que aún presumía
de su virilidad. Puse cara de que le creía, y entonces me soltó esta
ocurrencia divertida.
— Yo no sé por qué
le dan tanta fama al tal Viagra ese, mijo. Anoche probé una pastilla de
esas ¡y eché los mismos tres de siempre!
En otra ocasión un anciano ebrio me abordó en el Paseo Bolívar de Barranquilla y me espetó una sentencia memorable:
— La mujer siempre tiene por dónde; el hombre no siempre tiene con qué.
Mi abuelo, el viejo Albe, tenía un
montón de dichos campesinos muy sabios. Decía, por ejemplo, que donde
ruge tigre no hay burros con reumatismo.
A mí me encantaba retarlo
llamándole viejo como quien lanza una acusación.
— Viejo es el sol y todavía alumbra – se defendía.
Recordé la frase de mi abuelo esta semana, cuando vi en la prensa dos noticias que me alegraron el alma: la primera es que Rosa
Elisa Salgado, una señora octogenaria nacida en Tunja, concluyó la
carrera de “educación artística” y se va a graduar junto a dos de sus
nietos.
La segunda es que Marcelino Cantillo y Rosa Lilia Sepúlveda se enamoraron dentro del ancianato donde viven, y acaban de casarse.
Los ancianos existen pese al desprecio
de los gobernantes. Los ancianos estudian pese al olvido de sus
herederos. Los ancianos aman pese a la incredulidad de los jóvenes.
De manera que volveré a llamar por teléfono al fotógrafo Nereo López, para oírle decir por enésima vez por qué decidió irse a vivir a Nueva York después de los ochenta años:
— ¡Para abrirme nuevos horizontes!
Quizá algún día me anime a jugar fútbol
con ustedes, muchachos. Pero por ahora seguiré oyendo hablar a los
ancianos, es decir, frecuentando esas grandes bibliotecas antes de que
la muerte me las arrebate.
Por Alberto Salcedo Ramos