""El
cristiano y las deudas""
Usted pregunta:
«¿Es lícito que un cristiano que está con deudas, done dinero con fines
benéficos?» Muy seguramente que no. Debemos ser justos antes que generosos. Si estoy
endeudado, no tengo derecho a dar dinero en caridad. Si lo hiciera, habría al
menos, como otro lo ha dicho, una medida de honestidad si aclarara por escrito
en cada donación que hiciese, estas palabras: «Tomado a préstamo de mis
acreedores sin su consentimiento.» Pero, querido amigo, debemos ir mucho más
lejos que esto. Creemos que, como regla general, los cristianos no deberíamos
contraer deudas. El precepto bíblico es tan claro que nadie puede escapar a su
fuerza: “No
debáis a nadie nada” (Romanos 13:8). No consideramos aquí el asunto de cuán
lejos pueden llevar a la práctica esta santa y bienaventurada regla aquellos
que se dedican a los negocios, sobre todo al comercio. Hay ciertos términos en
que el fabricante o el industrial vende
sus productos al proveedor y éste al comerciante minorista, como por ejemplo
con plazos para el pago (a crédito) o en otras condiciones similares, y
mientras estas condiciones se cumplan en los plazos establecidos, es
cuestionable si uno puede estar realmente endeudado. No obstante, creemos que
sería mejor y más seguro, de cualquier manera, que los creyentes dedicados al
comercio realicen sus pagos al contado y se beneficien del descuento mediante
esta forma de pago. E, incuestionablemente, un hombre está endeudado, si el
capital de su negocio y las deudas debidas a él no son ampliamente suficientes
para hacer frente a todas sus obligaciones de pago. Es una pobre cosa, algo
insincero, indigno e inescrupuloso que un hombre realice transacciones
comerciales con un capital ficticio, para vivir mediante un sistema de cheques
o papeles negociables de valor dudoso o con fondos insuficientes, ostentando
que tiene respaldo, a expensas de sus acreedores. Tememos que haya mucho de
esta deplorable conducta aun entre aquellos que ocupan la más elevada
plataforma de la profesión cristiana.
En cuanto a las personas que viven en la
vida privada, no existe la menor excusa para meterse en deudas. ¿Qué derecho
tengo yo, delante de Dios o de los hombres, de usar un abrigo o un sombrero que
no he pagado? ¿Qué derecho tengo a ordenar la compra de una tonelada de carbón,
de medio kilo de te o de diez kilos de carne, si no tengo el dinero para
pagarlo? Puede que se diga: «¿Qué debemos hacer?» La respuesta es simple para
una mente recta y una conciencia delicada: debemos hacer las cosas procurando
ante todo no meternos en deudas. Es infinitamente mejor, más dichoso y más
santo sentarse a comer un mendrugo de pan y a beber una copa de agua que hemos
pagado, que comer una buena carne asada por la cual nos hemos endeudado.
Lamentablemente, querido amigo, hay una triste falta de conciencia y de sanos
principios respecto a este importante asunto. Los creyentes siguen, semana tras
semana, sentándose a la Mesa del Señor, haciendo la más elevada profesión,
hablando de principios santos y elevados, a la vez que están endeudados hasta
las cejas, viviendo más allá de sus ingresos, tomando comida y vestido a
crédito de todos aquellos que confiarán en ellos, y sabiendo en sus corazones
que carecen de una perspectiva cierta de ser capaces de pagar lo que
adquirieron. Seguramente esto es muy lamentable y deshonroso. No titubeamos en
calificar a esto de injusticia práctica, y advertimos muy solemnemente a los
lectores cristianos contra todas estas conductas relajadas e inconscientes.
Hemos sido testigos de estas cosas últimamente, y sólo podemos considerar todo
ello como uno de los amargos frutos del espíritu del antinomianismo tan común
en el tiempo presente. ¡Que tengamos una conciencia delicada y una mente recta!
C. H. M., Things New and Old,