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La línea vital de una niña
Alida Knobloch, de tres años, y Gibbs, su perro de 27 kilos, son
prácticamente inseparables.
Están unidos por un lazo especial de amor y, debido a la rara enfermedad pulmonar que padece ella, también están unidos con un tubo de 60 centímetros de largo que suministra oxígeno hasta la nariz de Alida, desde un tanque atado al lomo de su mascota. La niña vive en Loganville, Georgia, y se le diagnosticó hiperplasia celular neuroendocrina a los ocho meses de nacida. No puede respirar normalmente sin ayuda por más de 45 minutos. Por eso Gibbs la acompaña casi a todos lados, llevando en un chaleco cuatro kilos y medio de equipo, que incluye el tanque de oxígeno.
La mayoría de los niños pequeños no tienen la capacidad de controlar a un perro de servicio, pero Gibbs y Alida, así como los padres de la niña, Aaron y Debbie Knobloch, han colaborado estrechamente con la entrenadora del perro, Ashleigh Kinsleigh, para forjar esa relación especial entre la niña y su mascota. “El trabajo de Gibbs es hacer todo lo que ella haga”, dice Ashleigh. Hasta la fecha, el perro ha aprendido a trotar junto a la bicicleta de Alida, se- guirla por la casa cuando juega y tirarse al pie de su silla alta mientras come. “Esperamos que cuando Alida empiece a ir al jardín de infantes, Gibbs pueda ir con ella”, comenta Aaron.
Los pediatras les han dicho a los Knobloch que los niños como su hija pueden crecer sin requerir oxígeno complementario, pero que Alida tal vez necesitará algún suministro de oxígeno de por vida. Ahora, Aaron y Debbie no pueden imaginar separados a los dos amiguitos. Al parecer, Gibbs necesita a Alida tanto como ella lo necesita a él. “El perro se pone extremadamente inquieto si la nena y él no están cerca aunque sea por un momento”, dice el padre.
Están unidos por un lazo especial de amor y, debido a la rara enfermedad pulmonar que padece ella, también están unidos con un tubo de 60 centímetros de largo que suministra oxígeno hasta la nariz de Alida, desde un tanque atado al lomo de su mascota. La niña vive en Loganville, Georgia, y se le diagnosticó hiperplasia celular neuroendocrina a los ocho meses de nacida. No puede respirar normalmente sin ayuda por más de 45 minutos. Por eso Gibbs la acompaña casi a todos lados, llevando en un chaleco cuatro kilos y medio de equipo, que incluye el tanque de oxígeno.
La mayoría de los niños pequeños no tienen la capacidad de controlar a un perro de servicio, pero Gibbs y Alida, así como los padres de la niña, Aaron y Debbie Knobloch, han colaborado estrechamente con la entrenadora del perro, Ashleigh Kinsleigh, para forjar esa relación especial entre la niña y su mascota. “El trabajo de Gibbs es hacer todo lo que ella haga”, dice Ashleigh. Hasta la fecha, el perro ha aprendido a trotar junto a la bicicleta de Alida, se- guirla por la casa cuando juega y tirarse al pie de su silla alta mientras come. “Esperamos que cuando Alida empiece a ir al jardín de infantes, Gibbs pueda ir con ella”, comenta Aaron.
Los pediatras les han dicho a los Knobloch que los niños como su hija pueden crecer sin requerir oxígeno complementario, pero que Alida tal vez necesitará algún suministro de oxígeno de por vida. Ahora, Aaron y Debbie no pueden imaginar separados a los dos amiguitos. Al parecer, Gibbs necesita a Alida tanto como ella lo necesita a él. “El perro se pone extremadamente inquieto si la nena y él no están cerca aunque sea por un momento”, dice el padre.
Instinto de protección
Cuando Amy Jung, de 36 años, y su hijo Ethan, de ocho, visitaron el
refugio de animales Humane Society del condado de Door, en Sturgeon Bay,
Wisconsin, en febrero de 2012, no imaginaban que un gato juguetón le
salvaría la vida a Amy al cabo de unas horas.
No habían ido en busca de una nueva mascota, pero Pudding, un gato viejo de pelo anaranjado, los cautivó al instante y se lo llevaron a casa.
Esa noche se fueron a la cama a las 9:30. Noventa minutos después, Amy, quien padece diabetes tipo 1, empezó a sufrir convulsiones: el nivel de glucosa en la sangre se le había desplomado. Mientras su cuerpo se sacudía, sintió algo pesado y tibio sobre el pecho. Era Pudding, que maullaba con fuerza, toqueteaba la cara
de Amy con sus garras suaves y le mordisqueaba la nariz. Ella se percató entonces del grado de peligro que corría.
—Ethan —musitó.
El gato corrió hasta el cuarto del niño, saltó a la cama y lo despertó. Ethan fue a la habitación de su mamá y llamó a su padre, Mathew, de 35 años, quien estaba en un viaje de negocios. Matthew instruyó a su hijo para que le inyectara el medicamento a su mamá; ella se recuperó pronto. Amy atribuye haber conservado la vida al instinto del gato y a la valentía de su hijo. “De alguna manera Pudding aprendió el nombre de Ethan luego de pocas horas de haber llegado a casa”, dice.
El gato ahora se pasa los días durmiendo, comiendo y haraganeando por la casa. Pero cuando presiente que el nivel de glucosa sanguínea de su dueña es muy bajo, maúlla con fuerza y se planta obstinadamente junto a sus pies hasta que ella toma su medicina. Amy concluye que Pudding es “simplemente asombroso”.
El caballo que guía a su ama ...
Renata Di Pietro estaba estudiando para ser cantante de ópera, pero
en 1976, a sus 23 años, mientras tomaba clases de música en la
Universidad de Iowa gracias a una beca, empezó a fallarle la vista.
Pronto, se le fue dificultando cada vez más leer las partituras y ver
las señas que los automovilistas le hacían con las manos, así que esta
talentosa soprano tuvo que abandonar la escuela.
Después de mudarse al poblado de Cleveland, Georgia, en 2005, Renata empezó a depender de perros guía para poder salir a la calle. A lo largo de los años tuvo a varios a su servicio, y cada vez que uno de ellos moría por enfermedad o por vejez, se entristecía mucho porque para entonces ya eran grandes amigos. “Resulta muy doloroso porque te encariñas con cada uno de ellos”, afirma.
En 2009, Renata se sintió intrigada por la información que un amigo le dio acerca de los caballos miniatura, que comúnmente viven por lo menos 30 años y pueden ser guías apacibles y fuertes. Ella decidió empezar con un garañón, pero era muy difícil controlarlo. Luego se hizo de los servicios de Angel, una potranca de pelaje blanco. La adiestró básicamente sin ayuda. “Por instinto, los caballos esquivan los obstáculos”, dice Renata. “Si estoy a punto de tropezarme con algo, Angel se coloca de inmediato frente a mí para impedirlo”.
Renata, hoy de 60 años, le enseñó a Angel a golpetear con el casco cuando ella se acerca a escaleras y aceras, y también a obedecer órdenes directas. “Angel puede buscar una silla para mí y localizar la puerta más cercana”, dice. Ahora la está adiestrando para que tire de su silla de ruedas y para que lleve cosas. A pesar de su discapacidad, Renata todavía canta; interpreta duetos en eventos especiales con su esposo, el músico Carl Hummer. Angel siempre está a su lado. “Cada día lucho por reunir la fuerza de voluntad para enfrentarme al mundo”, dice. “Angel es mi caballo de batalla. Afrontamos esta contienda juntos”. Cuando Paul Horton, ingeniero mecánico jubilado de 59 años, pasea en su silla de ruedas por los alrededores de su hogar, en Austin, Texas, su perro golden retriever de seis años, Yogi, lo sigue muy de cerca. Horton quedó parapléjico hace tres años, a consecuencia de un accidente en bicicleta. Siempre ha sido buen amigo de su mascota, pero ahora hay un vínculo inquebrantable entre ellos... y todo desde aquel día en que Yogi corrió a casa.
Una mañana de octubre de 2010 Horton, quien adora hacer ejercicio al aire libre, montó su bicicleta de montaña y empezó a pedalear por las calles de su barrio, cerca del lago Travis. Como todas las mañanas desde hacía casi tres años, Yogi lo acompañaba, trotando alegremente junto a la bibicleta. La ruta, de unos tres kilómetros de largo, se extendía por sinuosos caminos suburbanos hasta un angosto sendero boscoso.
Poco después de emprender el camino de regreso a casa, Horton se acercó a una vereda de unos 23 centímetros de alto, donde el sendero daba paso al pavimento. Había saltado esa vereda docenas de veces, pero aquella mañana, por alguna razón, no alcanzó suficiente altura al impulsarse; la rueda delantera de la bicicleta pegó contra la vereda y se torció completamente. Horton, que no llevaba casco, salió volando hacia adelante y cayó de cabeza sobre el asfalto. Quedó inconsciente.
Cuando volvió en sí, seguía tendido boca abajo en el suelo, cerca de un callejón sin salida a casi un kilómetro de casa. Junto a él se encontraba Yogi, ansioso por continuar el camino a casa. Cuando Horton trató de levantarse, se dio cuenta de que no tenía ninguna sensación desde la cintura hasta los pies, y la boca había empezado a llenársele de sangre.
—Ve a casa —le ordenó al perro con voz débil—. Ve por Shearon.
Repitió la última frase lentamente, una y otra vez. Sabía que el perro entendía esas palabras. “Ve por” era una orden que a menudo le daba a Yogi. Shearon era la esposa de Horton. Por espacio de unos 45 minutos, el perro se negó a abandonar a su dueño. Él seguía ordenándole, y luego suplicándole, que fuera a casa. Finalmente, Yogi se puso a correr.
Esa mañana Bruce y Maggie Tate, vecinos de Horton, estaban caminando por el barrio cuando vieron a Yogi correr por la calle solo, lo que les pareció extraño. Habían cuidado al perro y sabían que era dócil y obediente. Yogi corrió hacia ellos y luego se alejó, como si estuviera tratando de llamar su atención. Entonces lo siguieron, y el perro se apresuró a llevarlos adonde estaba su dueño. La espera fue casi una agonía para Horton; perdió la noción del tiempo y se le dificultaba respirar. De pronto oyó un ladrido. Yogi llegó hasta él, jadeando, y se echó a su lado. Los Tate vieron que su vecino se encontraba en mal estado y pidieron ayuda. Horton fue trasladado al Centro Médico Saint David’s Round Rock, donde los cirujanos intentaron arreglarle la columna vertebral dañada. Horton aún está adaptándose a sus nuevas circunstancias, pero ha recuperado parte del movimiento de brazos y manos, y hace poco fue a bucear con un grupo de intrépidos deportistas parapléjicos. Asegura que Yogi está aún más apegado a él desde el día del accidente. “Es mi perro guardián y mi héroe”, señala complacido.
No habían ido en busca de una nueva mascota, pero Pudding, un gato viejo de pelo anaranjado, los cautivó al instante y se lo llevaron a casa.
Esa noche se fueron a la cama a las 9:30. Noventa minutos después, Amy, quien padece diabetes tipo 1, empezó a sufrir convulsiones: el nivel de glucosa en la sangre se le había desplomado. Mientras su cuerpo se sacudía, sintió algo pesado y tibio sobre el pecho. Era Pudding, que maullaba con fuerza, toqueteaba la cara
de Amy con sus garras suaves y le mordisqueaba la nariz. Ella se percató entonces del grado de peligro que corría.
—Ethan —musitó.
El gato corrió hasta el cuarto del niño, saltó a la cama y lo despertó. Ethan fue a la habitación de su mamá y llamó a su padre, Mathew, de 35 años, quien estaba en un viaje de negocios. Matthew instruyó a su hijo para que le inyectara el medicamento a su mamá; ella se recuperó pronto. Amy atribuye haber conservado la vida al instinto del gato y a la valentía de su hijo. “De alguna manera Pudding aprendió el nombre de Ethan luego de pocas horas de haber llegado a casa”, dice.
El gato ahora se pasa los días durmiendo, comiendo y haraganeando por la casa. Pero cuando presiente que el nivel de glucosa sanguínea de su dueña es muy bajo, maúlla con fuerza y se planta obstinadamente junto a sus pies hasta que ella toma su medicina. Amy concluye que Pudding es “simplemente asombroso”.
El caballo que guía a su ama ...
Renata Di Pietro estaba estudiando para ser cantante de ópera, pero
en 1976, a sus 23 años, mientras tomaba clases de música en la
Universidad de Iowa gracias a una beca, empezó a fallarle la vista.
Pronto, se le fue dificultando cada vez más leer las partituras y ver
las señas que los automovilistas le hacían con las manos, así que esta
talentosa soprano tuvo que abandonar la escuela.Después de mudarse al poblado de Cleveland, Georgia, en 2005, Renata empezó a depender de perros guía para poder salir a la calle. A lo largo de los años tuvo a varios a su servicio, y cada vez que uno de ellos moría por enfermedad o por vejez, se entristecía mucho porque para entonces ya eran grandes amigos. “Resulta muy doloroso porque te encariñas con cada uno de ellos”, afirma.
En 2009, Renata se sintió intrigada por la información que un amigo le dio acerca de los caballos miniatura, que comúnmente viven por lo menos 30 años y pueden ser guías apacibles y fuertes. Ella decidió empezar con un garañón, pero era muy difícil controlarlo. Luego se hizo de los servicios de Angel, una potranca de pelaje blanco. La adiestró básicamente sin ayuda. “Por instinto, los caballos esquivan los obstáculos”, dice Renata. “Si estoy a punto de tropezarme con algo, Angel se coloca de inmediato frente a mí para impedirlo”.
Renata, hoy de 60 años, le enseñó a Angel a golpetear con el casco cuando ella se acerca a escaleras y aceras, y también a obedecer órdenes directas. “Angel puede buscar una silla para mí y localizar la puerta más cercana”, dice. Ahora la está adiestrando para que tire de su silla de ruedas y para que lleve cosas. A pesar de su discapacidad, Renata todavía canta; interpreta duetos en eventos especiales con su esposo, el músico Carl Hummer. Angel siempre está a su lado. “Cada día lucho por reunir la fuerza de voluntad para enfrentarme al mundo”, dice. “Angel es mi caballo de batalla. Afrontamos esta contienda juntos”. Cuando Paul Horton, ingeniero mecánico jubilado de 59 años, pasea en su silla de ruedas por los alrededores de su hogar, en Austin, Texas, su perro golden retriever de seis años, Yogi, lo sigue muy de cerca. Horton quedó parapléjico hace tres años, a consecuencia de un accidente en bicicleta. Siempre ha sido buen amigo de su mascota, pero ahora hay un vínculo inquebrantable entre ellos... y todo desde aquel día en que Yogi corrió a casa.
Una mañana de octubre de 2010 Horton, quien adora hacer ejercicio al aire libre, montó su bicicleta de montaña y empezó a pedalear por las calles de su barrio, cerca del lago Travis. Como todas las mañanas desde hacía casi tres años, Yogi lo acompañaba, trotando alegremente junto a la bibicleta. La ruta, de unos tres kilómetros de largo, se extendía por sinuosos caminos suburbanos hasta un angosto sendero boscoso.
Poco después de emprender el camino de regreso a casa, Horton se acercó a una vereda de unos 23 centímetros de alto, donde el sendero daba paso al pavimento. Había saltado esa vereda docenas de veces, pero aquella mañana, por alguna razón, no alcanzó suficiente altura al impulsarse; la rueda delantera de la bicicleta pegó contra la vereda y se torció completamente. Horton, que no llevaba casco, salió volando hacia adelante y cayó de cabeza sobre el asfalto. Quedó inconsciente.
Cuando volvió en sí, seguía tendido boca abajo en el suelo, cerca de un callejón sin salida a casi un kilómetro de casa. Junto a él se encontraba Yogi, ansioso por continuar el camino a casa. Cuando Horton trató de levantarse, se dio cuenta de que no tenía ninguna sensación desde la cintura hasta los pies, y la boca había empezado a llenársele de sangre.
—Ve a casa —le ordenó al perro con voz débil—. Ve por Shearon.
Repitió la última frase lentamente, una y otra vez. Sabía que el perro entendía esas palabras. “Ve por” era una orden que a menudo le daba a Yogi. Shearon era la esposa de Horton. Por espacio de unos 45 minutos, el perro se negó a abandonar a su dueño. Él seguía ordenándole, y luego suplicándole, que fuera a casa. Finalmente, Yogi se puso a correr.
Esa mañana Bruce y Maggie Tate, vecinos de Horton, estaban caminando por el barrio cuando vieron a Yogi correr por la calle solo, lo que les pareció extraño. Habían cuidado al perro y sabían que era dócil y obediente. Yogi corrió hacia ellos y luego se alejó, como si estuviera tratando de llamar su atención. Entonces lo siguieron, y el perro se apresuró a llevarlos adonde estaba su dueño. La espera fue casi una agonía para Horton; perdió la noción del tiempo y se le dificultaba respirar. De pronto oyó un ladrido. Yogi llegó hasta él, jadeando, y se echó a su lado. Los Tate vieron que su vecino se encontraba en mal estado y pidieron ayuda. Horton fue trasladado al Centro Médico Saint David’s Round Rock, donde los cirujanos intentaron arreglarle la columna vertebral dañada. Horton aún está adaptándose a sus nuevas circunstancias, pero ha recuperado parte del movimiento de brazos y manos, y hace poco fue a bucear con un grupo de intrépidos deportistas parapléjicos. Asegura que Yogi está aún más apegado a él desde el día del accidente. “Es mi perro guardián y mi héroe”, señala complacido.