La Higiene y la Perfumería en la Historia
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Por Carlos Fisas, en el libro "Historias de la Historia" quinta serie, de la editorial Planeta.
¿Sabía usted, querido lector, que los romanos
se lavaban los dientes con orines y que los más apreciados
de todos eran los españoles? Realmente asusta pensar
en el camino que tenían que recorrer las micciones
de nuestros antepasados para llegar a su destino. Guardar
primero el ambarino líquido hasta la llegada del comerciante
que lo compraba, envasarlo luego en ánforas que eran
debidamente precintadas y, embarcarlas luego en navíos
de cabotaje que tardaban uno o dos meses hasta llegar a Roma.
Supongo que allí se deberían mezclar con algún
perfume o algo que atemperase la peste que se puede suponer
que exhalaba tal dentífrico. De todos modos me queda
la curiosidad de saber por qué las secreciones renales
de nuestros antepasados iberos gozaban de más predicamento
que los de las otras regiones.
Desde los tiempos más remotos de la
historia hombres y mujeres, especialmente las últimas,
han sentido la preocupación de hermosear su rostro
y su cuerpo. Las hetairas griegas pasaban la noche con el
rostro cubierto con una máscara de albayalde y miel.
Al levantarse se lavaban la cara con agua fría y volvían
a embadurnarse la faz con otra capa de albayalde muy diluido,
lo que daba a la cara una blancura que hoy consideraríamos
propia de un payaso. Con un pincel se aplicaban sobre las
mejillas el rojo producto de una flor espinosa de Egipto,
muy cara y que se aplicaba diluido en vinagre. Se terminaba
el maquillaje con toques de carmín en los labios y
en los pezones. No bastaba con ello, pues una mujer, para
ser interesante y especialmente las cortesanas, tenían
que ser rubias, lo que conseguían con zumo de azafrán
o, más simplemente, con una peluca que llamaban color
de trigo.
Se dice que Cleopatra había escrito
un tratado de belleza, desgraciadamente perdido, pero del
que se conocen fragmentos citados por Galeno, Aecio y Pablo
de Egina. De todos modos sabemos que se pintaba los párpados
de color verde, usaba pestañas postizas y en sus mejillas
se mezclaban el rojo y el bermellón; los labios se
los pintaba de carmín, y en azul las venas de su frente
y de sus manos. Previamente se había bañado
en leche de burra mezclada con miel, y para disimular las
arrugas de sus ojos usaba una crema a base de pulpa de albaricoque.
Respecto a los ojos, recuérdese el extremado maquillaje
que muestran las pinturas y las estatuas policromadas egipcias
tanto de hombres como de mujeres.
Sabido es que la leche de burra gozaba de
gran predicamento en la antigüedad. Son célebres
los baños de Popea que, en sus viajes, se hacía
seguir por un rebaño de trescientos de estos animales
para ser ordeñados cada mañana. La cosmética
en Roma era una industria floreciente, y así como ahora
todos los productos de belleza pretenden venir de París,
entonces se decía que llegaban de Grecia. No se olvide
que la palabra cosmética es de origen griego y los
cosmetas o perfumistas anunciaban sus productos en griego.
La lanolina, tan usada hoy en día para la perfumería
y la cosmética, era conocida por las damas romanas.
Se sacaba de la lana de las ovejas y se perfumaba fuertemente
para evitar su olor original. Una esclava llenaba su boca
de perfumes que espurreaba seguidamente sobre el rostro
y el cuerpo de la dama a la que servía. Los poetas
satíricos se burlan del abuso de colores de las mejillas
de las mujeres y Petronio, describiendo alguna dama en su
Satiricón, dice: «Sobre su frente bañada
por el sudor fluía un torrente de aceites, y en las
arrugas de sus mejillas había tal cantidad de yeso
que se hubiese dicho que era una vieja pared decrépita
surcada por la lluvia." Un detalle curioso es el que
se consideraba hermoso que las cejas se juntasen sobre la
nariz, para ello se usaba un compuesto de huevos de hormiga
machacados con cadáveres de moscas.
El advenimiento del cristianismo trajo consigo
la condena de todas las «artimañas del diablo"
empleadas por las mujeres para seducir a los hombres. No se
habla de las artimañas de los hombres para seducir
a las mujeres. San Clemente de Alejandría autoriza
los baños sin que se abuse de ellos, pero condena los
establecimientos que de día y de noche se ocupan de
masajear, untar y depilar y, cosa curiosa, pone como ejemplo
a seguir el de la cortesana griega Friné. Un día
que estaban reunidas varias damas atenienses se habló
de la belleza de cada una de ellas, y Friné las desafió
a que hiciesen lo que iba a hacer ella: lavárse la
cara con agua fría, cosa que ninguna de las otras contertulias
se atrevió a hacer. Tertuliano, san Jerónimo
y san Cipriano hablan en contra de los ungüentos y los
perfumes, pero la coquetería femenina ganó
la batalla a los moralistas, como la ha ganado siempre, y
así, por ejemplo, se puso de moda morder delicadamente
una ramita de mirto con el fin de mostrar así una bella
dentadura.
La Edad Media no fue una edad tan sucia como
se cree. En muchos lugares de nuestro país existen
bien conservados o en ruinas unos llamados «baños
árabes" que muchas veces no eran tales sino judíos,
pero que eran usados por los cristianos. Las condenas que
se hacían del uso de tales establecimientos no se basaban
tanto en un supuesto culto del cuerpo sino en su promiscuidad.
Eran muchas veces centros de reunión y contratación
de favores eróticos. En Alemania, según dicen
sus cronistas, no era raro ver hombres y mujeres de diversa
edad encaminándose medio desnudos a los baños
comunales. Carlo Magno se bañaba cada día, y
su corte lo imitaba. En España tal costumbre no fue
muy extendida, pues la lucha contra el musulmán identificaba
muchas veces los baños con las abluciones rituales
prescritas por el Islam. En la primera serie de mis Historías
de la Historía doy algunos datos sobre la lucha contra
los baños que se produjo en la tardía Edad Media.
Había un gran contraste entre las costumbres higiénicas
de las cortes de león y Castilla, por ejemplo, y las
de Córdoba y Granada, en donde el agua era casi objeto
de veneración.
Pero mientras en el occidente europeo iba
progresando lenta pero seguramente la suciedad, cosa muy distinta
sucedía en el imperio bizantino.
La emperatriz Irene había sido proclamada
basilisa gracias a un concurso de belleza; en efecto, se había
buscado en todo el imperio las muchachas más bonitas
para que una de ellas fuese elegida por el emperador como
su esposa. Gan6 Irene, que casó con el emperador león
IV, al que dio un hijo llamado Constantino, que por cierto
tuvo un mal final porque, cuando murió su esposo, Irene
quiso gobernar Bizancio en lugar de su hijo, a lo que éste
se opuso, e Irene, que era muy hermosa pero muy bestia, destronó
a su hijo y le hizo sacar los ojos. Pues bien, esta Irene
para conservar su belleza y la blancura de su piel, se servía
de un ungüento a base de pepino machacado y excrementos
de estornino. Y es curioso señalar que contrariamente
a los egipcios, que alargaban los ojos, a los bizantinos les
gustaban los ojos redondos como los del mochuelo. Como una
lágrima, una gota de carmín se pinta al lado
del lagrimal y, por supuesto, se pinta de rojo los labios,
las mejifias y los pezones de los pechos.
Uno de mis peores recuerdos en el servicio
militar está en el nauseabundo hedor que se observaba
en los dormitoríos al toque de diana. Sesenta o más
cuerpos apretados en los camastros habían sudado y
respirado toda la noche haciendo el ambiente insoportable.
Recuerdo esto cada vez que voy a Santiago de Compostela y
contemplo el botafumeiro. La traducción castellana
de esta palabra sería la de "echahumos",
y su origen se encuentra en la necesidad de purificar el ambiente
del santuario producido por el hacinamiento de peregrinos.
Estos, después de varios meses de caminata, llegaban
sucios y malolientes a las vistas de Santiago en el lugar
llamado Lavacolla. La palabra deriva del latín Zava,
con el mismo significado que en castellano, y coleo, que significa
testículo, lo que viene a decir que en aquel lugar
se aseaban a fondo los peregrinos. A pesar de ello habla algunos
que no lo hacían, y por otra parte las ropas usadas
todo el viaje no debían de oler precisamente a esencia
de rosas.
Durante la Edad Media gozó de gran
crédito la Escuela de Salerno, en donde se formaban
médicos que hablan asistido a clases impartidas por
maestros judíos, árabes y cristianos. Recuérdese
que estaba prohibida la disección de cadáveres
en cualquiera de las tres religiones y se consideraba que
las vísceras del cerdo eran las que más se asemejaban
a las del cuerpo humano. Un escritor llamado Juan de Milán
compuso un libro de versos en latín para popularizar
las fórmulas más importantes de la escuela salernitana.
Mgunas son muy curiosas; así, por ejemplo, para conservar
una tez fresca y lozana recomienda "tomar tres o cuatro
puñados de flores de saúco, un cuarterón
de jabón de Francia, tres hieles de buey y tres vasos
de vuestra orina, haced que reposen tres o cuatro días
en un recipiente de arcilla y lavaos la cara con dicho líquido".
Se ve que las deyecciones tenían gran importancia en
la medicina medieval, pues el propio Alberto el Grande en
un curioso Tratado de las heces dice: "Como el hombre
es la más noble de las criaturas, sus excrementos tienen
también una propiedad particular y maravillosa",
y en otro lugar explica: "Aunque naturalmente se siente
repugnancia en beber la orina, no obstante cuando se bebe
la de un hombre joven y de buena salud no hay remedio más
soberano en el mundo."
Llenaría páginas y más
páginas dando recetas en las que intervienen sustancias
excrementicias, pero creo que con éstas hay más
que suficiente.
En su Oriente originario los árabes
habían adoptado de los bizantinos su gusto por los
baños y los perfumes. Fueron ellos los que popularizaron
en España, y en menor grado en Italia, la ciencia de
la perfumería; no se olvide que fue un árabe,
Albucaste, quien descubrió el alcohol a partir del
vino, por lo que lo llamó espíritu de vino.
Las mujeres musulmanas pasan horas y horas
en el harén maquillándose y depilándose
cuidadosamente. Las cristianas son miradas con cierta aprensión
porque no se depilan el pubis. Con henné se tiñen
de rojo los dedos y las palmas de las manos, así como
los talones y los dedos de los pies. Las dientes se los limpian
con una mezcla de nácar, cáscaras pulverizadas
de huevo y polvo de carbón.
No llega a tanto la ociosidad de la dama
noble europea encerrada en su castillo. Pero de vez en cuando
aparece un mercader de perfumes y le ofrece su mercancía.
Una de las recetas milagrosas que se ofrecen es el llamado
"licor de oro" preparado a partir de este metal
Pero como es muy caro son más usados en su lugar perfumes
que se encierran en unos recipientes en forma de manzana como
se ve en algunas pinturas de la época. Incluso la Virgen
viene representada con una de estas manzanas en sus manos.
Conservar la dentadura es cosa imposible.
En Oriente se intentaban hacer dentaduras postizas a base
de dientes humanos arrancados de los difuntos, pero en Occidente
cuando los dientes caían no podían ser reemplazados
por otros. Las sacamuelas iban de pueblo en pueblo arrancando
las piezas dentarias que dolían hasta dejar vacías
las encías. La operación se acompañaba
con el redoble de uno o más tambores que intentaban
acallar los ayes desgarradores del paciente. Y ello sin higiene
alguna.
Es curioso que el Renacimiento, que marca
el descubrimiento del hombre en la filosofía y en la
religión, descuida con frecuencia el cuidado del cuerpo.
Hay excepciones, como se puede ver en Los baños de
Bade de Poggio Bracciolini.
En el siglo XVI aparece una palabra para
designar los caballos que tienen un pelaje blanco sucio tirando
a amarillento. Se los llama isabelos o isabelinos. El origen
de la palabra es incierto. Se cuenta que la reina Isabel la
Católica hizo en 1491 el voto d& no cambiarse de
camisa hasta la conquista de Granada, que tuvo lugar el año
siguiente. Es de suponer el color que tendría la tal
camisa. Pero se me hace cuesta arriba creer en esta teoría
por cuanto Isabel la Católica no tenía el defecto
de ser sucia. Su confesor, fray Hernando de Talavera, le reprochaba
a veces el excesivo cuidado que, según él, prestaba
a su cuerpo. Otros autores aseguran que el origen de la palabra
se debe a la infanta Isabel Clara Eugenia, quien según
afirman hizo el voto de no cambiarse de camisa durante el
sitio de Ostende... que duró tres años. Se comprende
el color de la camisa de la infanta al cabo de este tiempo.
Pero también aquí tropezamos con un inconveniente.
Isabel Clara Eugenia había nacido en 1566 y murió
en 1633, casó en 1599 y fue nombrada gobernadora de
los Países Bajos en 1621, y durante este período
tuvo lugar el citado sitio de Ostende. Ahora bien, la palabra
francesa isabelle, referida a determinado pelaje de los caballos,
aparece en 1595, es decir, antes de Ostende. ¿Cuál
es pues el origen de la discutida palabra? Agunos filólogos
dicen que deriva del árabe izah, que quiere decir león,
lo cual explicaría que por similitud al pelaje de dicha
fiera se diera el nombre de isabelo o isabelinos a los dichosos
caballos.
Margarita de Navarra, en uno de sus Dídiogos
amorosos, dice: "Ved estas bellas manos aunque no las
haya lavado desde hace ocho días." Y Montaigne
escribe: "Estimo que es saludable bañarse, y creo
que algunos defectos de nuestra salud se deben por haber perdido
la costumbre, generalmente observada en el pasado, de lavarse
el cuerpo todos los días."
Con la desaparición de la higiene
aumenta el uso de los perfumes, hasta el punto que
las damas que no se bañan jamás acostumbran
ponerse esponjas perfumadas entre los muslos y en las axilas
"para no oler como carneros".
La sarna es corriente no sólo entre
la gente del pueblo sino también entre la gente principal.
Así, el custodio de Juana la loca escribe desde Tordesillas
que las hijas de la reina "mejoran de su sarna".
Tanto Lucrecia Borgia como la célebre
Vittoria Accoramboni, inmortalizada por Stendhal, cuidaban
de sus espléndidas cabelleras lavándoselas por
lo menos dos veces a la semana. Por cierto que aunque no tenga
nada que ver con lo que se está tratando digamos que
cuando murió Lucrecia Borgia, tan maltratada por la
leyenda negra, se descubrió que llevaba un cilicio
bajo sus vestidos.
Los perfumistas españoles e italianos
son los que más éxito tienen a comienzos de
la edad moderna. Es en Italia y España donde las mujeres
se maquillan más y es Catalina de Médicis, italiana
de nacimiento, la que introduce en Francia, además
del tenedor, una serie de perfumes y productos de belleza
que hacen furor en la alta sociedad francesa. Como no se lavaban,
hombres y mujeres debían recurrir a los perfumes,
cuanto más fuertes mejor, para ocultar su mal olor
corporal.
Una de las fórmulas empleadas causó
grandes destrolos en la cara de una de las damas de honor
de la reina, y no era para menos, pues la fórmula era
la siguiente: «Se toma plata y mercurio y se muelen
en un mortero, se le añade albayalde y alumbre y se
deslíe con saliva y se hace hervir con agua de lluvia;
cuando la ebullición empieza se mezcla todo en un mortero."
Se comprende que los resultados fuesen fatales. Una hija de
Catalina de Médicis, la célebre reina Maegot,
inmortalizada por Alejandro Dumas, coleccionaba amantes, a
pesar de su obesidad, que la impedía pasar a través
de algunas puertas. Aquejada de una precoz calvicie usaba
pelucas y postizos, de los que llevaba siempre unos cuantos
en el bolsillo por si acaso. Orgullosa de sus voluminosos
pechos, un día recompensó con una bolsa de dinero
a un carmelita que en un sermón los había comparado
"a las tetas de la Virgen". Increible pero auténtico.
Una industria curiosa se desarrolló
en aquel momento en un lugar de Francia que es todavía
hoy en día el centro de la perfumería
mundial... La moda obligaba a llevar guantes en cualquier
momento y estos guantes debían ser perfumados. Un pueblecito
del sur de Francia, Grasse, fabricaba guantes en grandes cantidades,
y los guanteros se vieron obligados a perfumarlos, por lo
que se dedicaron también a la producción de
aceites olorosos, para lo cual cultivaron en sus tierras naranjos,
lavanda, mimosa, jazmín y, sobre todo, rosas. Hoy en
día Grasse cuenta con más de dos mil técnicos
dedicados a la industria del perfume.
Enrique IV de Francia no se lavaba nunca
y olía a macho cabrío. Su esposa estuvo a punto
de desmayarse en la noche de bodas y algunas damas sufrieron
vahídos al compartir su lecho. Era hombre muy mujeriego
(ha pasado a la historia con el nombre de Vert Galant,
epíteto que no necesita traducción), y es curioso
constatar que algunas de sus amantes gustaban del olor del
rey, lo que me recuerda aquella frase popular en el siglo
pasado en ciertos ambientes que decía que "el
hombre debía oler a aguardiente, sudor y tabaco".
Luis XIíI, también de Francia,
no era tampoco mucho más limpio. Se cuenta que un día,
paseando con sus cortesanos, uno de ellos le quitó
algo del cuello de su casaca.
-¿Qué hacéis?
-Señor, era un piojo.
-Señal de que soy hombre-, repuso
el monarca.
Pocos días después otro cortesano,
queriendo congraciarse con el rey, hizo el mismo gesto que
el otro.
-¿Qué hacéis?
-Señor, era una pulga.
-¿Creéis acaso que soy un perro?
-Y le volvió la espalda.
De todos modos Enrique IV se bañó
por lo menos una vez. Fue en el Sena, en donde antes de hacerlo,
y a la vista de todos, orinó abundantemente. Su hijo,
el futuro Luis XIII, recelaba meterse en el agua, por lo que
su padre dijo:
-Anda, báñate y no tengas miedo
que más arriba del río otros se habrán
meado antes que yo.
Los inestimables libros de José Deleito
y Piñuela, referentes a la época de Felipe IV
de España, nos dan interesantes datos sobre la higiene
y la perfumería en tiempos de este rey. "En
un tocador elegante no podían faltar agua de rosas
y de azahar, jaboncillo de Venecia, aceite de estoraque, de
benjuí, de violetas, de piñones y de altramuces;
cañutillo de albayalde, solimán labrado para
blanquear el cutis, tuétano de corzo, pastillas olorosas,
y otros ingredientes guardados en salserillas."
Era del mejor tono la delgadez entre las
damas elegantes, y aunque las españolas de la época
eran generalmente flacas -según pregonan los lienzos
en que los pintores las retrataron y las memorias de los viajeros
a quienes llamó la atención este particular-,
aún procuraban ellas, con artificios, reducir la natural
redondez de las formas femeninas. "La carencia de pechos
-escribe madame d'Aulnoy- es otra de las condiciones que aquí
determinan una belleza femenil, y las mujeres cuidan mucho
de que su cuerpo no tome formas abultadas. Cuando los pechos
empiezan a desarrollarse, los cubren con delgadas laminillas
de plomo, y se fajan, como se faja a los recién nacidos."
Lo mismo y en forma análoga comenta
otro narrador coetáneo galo, señalando cl contraste
de las cspañolas con las francesas y venecianas, que,
al revés de aquéllas, procuraban abultar su
seno.
"Pero lo más general en materia
de aliños y afeites, eran los colores con que se embadurnaban
las damas. Constituía un teñido casi general,
pues se pintaban mejillas, barbilla, garganta, punta de las
orejas, hombros, dedos y palmas de las manos, y lo hacían
dos veces diarias, al levantarse y al acostarse. A veces,
también se coloreaban los labios. Si no, se ponían
en ellos cera."
En su Viaje en España, madame d'Aulnoy
describe de visu cómo se maquillaba una dama de esta
época: «Luego cogió un fraseo lleno de
colorete, y con un pincel se lo puso no sólo en las
mejillas, en la barba, en los labios, en las orejas y en la
frente, sino también en las palmas de las manos y en
los hombros. Díjome que así se pintaba todas
las noches al acostarse y todas las mañanas al levantarse;
que no le agradaba mucho acicalarse de tal modo, y que de
buena gana dejaría de usar el colorete; pero que, siendo
una costumbre tan admitida, no era posible prescindir, pareciendo,
por muy buenos colores que se tuvieran, pálida como
una enferma, cuando se compararan los naturales con los debidos
á los afeites de otras damas. Una de sus doncellas
la perfumó luego desde los pies a la cabeza con excelentes
pastillas; otra la roció con agua de azahar, tomada
sorbo a sorbo, y con los dientes cerrados, impelida en tenues
gotas para refrescar el cuerpo de su señora. Díjome
que nada estropeaba tanto los dientes como esta manera de
rociar; pero que así el agua olía mucho mejor,
lo cual dudo, y me parece muy desagradable que una vieja,
como la que cumplía tal empleo, arroje a la cara de
una dama el agua que tiene en la boca."
Luis XIV de Francia se bañaba únicamente
cuando se lo prescribía el médico, ya que como
preconizaba Teofrasto Renaudot, "el baño, a no
ser que sea por razones médicas o de una absoluta necesidad,
no sólo es superfluo sino perjudicial". El Rey
Sol cada mañana se limpiaba la cara con un trozo de
algodón impregnado de alcohol o bien con saliva, como
los gatos. Bajo las aparatosas pelucas de los cortesanos pululaban
los piojos, y datan de entonces estas manos de marfil que
rematan un mango más o menos largo. Servían
para rascarse la cabeza debajo de la peluca.
Pero es también por esta época
cuando una monja vende a Jean-Marie Farina la receta de una
agua perfumada que contiene alcohol. Se fabrica en Colonia
y es conocida aún hoy en día con el nombre de
agua de colonia.