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La línea vital de una niña
Alida Knobloch, de tres años, y Gibbs, su perro de 27 kilos, son
prácticamente inseparables.
Están unidos por un lazo especial de amor y,
debido a la rara enfermedad pulmonar que padece ella, también están
unidos con un tubo de 60 centímetros de largo que suministra oxígeno
hasta la nariz de Alida, desde un tanque atado al lomo de su mascota. La
niña vive en Loganville, Georgia, y se le diagnosticó hiperplasia
celular neuroendocrina a los ocho meses de nacida. No puede respirar
normalmente sin ayuda por más de 45 minutos. Por eso Gibbs la acompaña
casi a todos lados, llevando en un chaleco cuatro kilos y medio de
equipo, que incluye el tanque de oxígeno.
La mayoría de los niños pequeños no tienen la capacidad de controlar a
un perro de servicio, pero Gibbs y Alida, así como los padres de la
niña, Aaron y Debbie Knobloch, han colaborado estrechamente con la
entrenadora del perro, Ashleigh Kinsleigh, para forjar esa relación
especial entre la niña y su mascota. “El trabajo de Gibbs es hacer todo
lo que ella haga”, dice Ashleigh. Hasta la fecha, el perro ha aprendido a
trotar junto a la bicicleta de Alida, se- guirla por la casa cuando
juega y tirarse al pie de su silla alta mientras come. “Esperamos que
cuando Alida empiece a ir al jardín de infantes, Gibbs pueda ir con
ella”, comenta Aaron.
Los pediatras les han dicho a los Knobloch que los niños como su hija
pueden crecer sin requerir oxígeno complementario, pero que Alida tal
vez necesitará algún suministro de oxígeno de por vida. Ahora, Aaron y
Debbie no pueden imaginar separados a los dos amiguitos. Al parecer,
Gibbs necesita a Alida tanto como ella lo necesita a él. “El perro se
pone extremadamente inquieto si la nena y él no están cerca aunque sea
por un momento”, dice el padre.
Instinto de protección
Cuando Amy Jung, de 36 años, y su hijo Ethan, de ocho, visitaron el
refugio de animales Humane Society del condado de Door, en Sturgeon Bay,
Wisconsin, en febrero de 2012, no imaginaban que un gato juguetón le
salvaría la vida a Amy al cabo de unas horas.
No habían ido en
busca de una nueva mascota, pero Pudding, un gato viejo de pelo
anaranjado, los cautivó al instante y se lo llevaron a casa.
Esa
noche se fueron a la cama a las 9:30. Noventa minutos después, Amy,
quien padece diabetes tipo 1, empezó a sufrir convulsiones: el nivel de
glucosa en la sangre se le había desplomado. Mientras su cuerpo se
sacudía, sintió algo pesado y tibio sobre el pecho. Era Pudding, que
maullaba con fuerza, toqueteaba la cara
de Amy con sus garras suaves y le mordisqueaba la nariz. Ella se percató entonces del grado de peligro que corría.
—Ethan —musitó.
El gato corrió hasta el cuarto del niño, saltó a la cama y lo
despertó. Ethan fue a la habitación de su mamá y llamó a su padre,
Mathew, de 35 años, quien estaba en un viaje de negocios. Matthew
instruyó a su hijo para que le inyectara el medicamento a su mamá; ella
se recuperó pronto. Amy atribuye haber conservado la vida al instinto
del gato y a la valentía de su hijo. “De alguna manera Pudding aprendió
el nombre de Ethan luego de pocas horas de haber llegado a casa”, dice.
El
gato ahora se pasa los días durmiendo, comiendo y haraganeando por la
casa. Pero cuando presiente que el nivel de glucosa sanguínea de su
dueña es muy bajo, maúlla con fuerza y se planta obstinadamente junto a
sus pies hasta que ella toma su medicina. Amy concluye que Pudding es
“simplemente asombroso”.
El caballo que guía a su ama ...
Renata Di Pietro estaba estudiando para ser cantante de ópera, pero
en 1976, a sus 23 años, mientras tomaba clases de música en la
Universidad de Iowa gracias a una beca, empezó a fallarle la vista.
Pronto, se le fue dificultando cada vez más leer las partituras y ver
las señas que los automovilistas le hacían con las manos, así que esta
talentosa soprano tuvo que abandonar la escuela.
Después de mudarse al poblado de Cleveland, Georgia, en 2005, Renata
empezó a depender de perros guía para poder salir a la calle. A lo largo
de los años tuvo a varios a su servicio, y cada vez que uno de ellos
moría por enfermedad o por vejez, se entristecía mucho porque para
entonces ya eran grandes amigos. “Resulta muy doloroso porque te
encariñas con cada uno de ellos”, afirma.
En 2009, Renata se sintió intrigada por la información que un amigo
le dio acerca de los caballos miniatura, que comúnmente viven por lo
menos 30 años y pueden ser guías apacibles y fuertes. Ella decidió
empezar con un garañón, pero era muy difícil controlarlo. Luego se hizo
de los servicios de Angel, una potranca de pelaje blanco. La adiestró
básicamente sin ayuda. “Por instinto, los caballos esquivan los
obstáculos”, dice Renata. “Si estoy a punto de tropezarme con algo,
Angel se coloca de inmediato frente a mí para impedirlo”.
Renata, hoy de 60 años, le enseñó a Angel a golpetear con el casco
cuando ella se acerca a escaleras y aceras, y también a obedecer órdenes
directas. “Angel puede buscar una silla para mí y localizar la puerta
más cercana”, dice. Ahora la está adiestrando para que tire de su silla
de ruedas y para que lleve cosas. A pesar de su discapacidad, Renata
todavía canta; interpreta duetos en eventos especiales con su esposo, el
músico Carl Hummer. Angel siempre está a su lado. “Cada día lucho por
reunir la fuerza de voluntad para enfrentarme al mundo”, dice. “Angel es
mi caballo de batalla. Afrontamos esta contienda juntos”.
Cuando Paul Horton, ingeniero mecánico jubilado de 59 años, pasea en
su silla de ruedas por los alrededores de su hogar, en Austin, Texas, su
perro golden retriever de seis años, Yogi, lo sigue muy de cerca.
Horton quedó parapléjico hace tres años, a consecuencia de un accidente
en bicicleta. Siempre ha sido buen amigo de su mascota, pero ahora hay
un vínculo inquebrantable entre ellos... y todo desde aquel día en que
Yogi corrió a casa.
Una mañana de octubre de 2010 Horton, quien
adora hacer ejercicio al aire libre, montó su bicicleta de montaña y
empezó a pedalear por las calles de su barrio, cerca del lago Travis.
Como todas las mañanas desde hacía casi tres años, Yogi lo acompañaba,
trotando alegremente junto a la bibicleta. La ruta, de unos tres
kilómetros de largo, se extendía por sinuosos caminos suburbanos hasta
un angosto sendero boscoso.
Poco después de emprender el camino
de regreso a casa, Horton se acercó a una vereda de unos 23 centímetros
de alto, donde el sendero daba paso al pavimento. Había saltado esa
vereda docenas de veces, pero aquella mañana, por alguna razón, no
alcanzó suficiente altura al impulsarse; la rueda delantera de la
bicicleta pegó contra la vereda y se torció completamente. Horton, que
no llevaba casco, salió volando hacia adelante y cayó de cabeza sobre el
asfalto. Quedó inconsciente.
Cuando volvió en sí, seguía tendido boca abajo en el suelo, cerca de
un callejón sin salida a casi un kilómetro de casa. Junto a él se
encontraba Yogi, ansioso por continuar el camino a casa. Cuando Horton
trató de levantarse, se dio cuenta de que no tenía ninguna sensación
desde la cintura hasta los pies, y la boca había empezado a llenársele
de sangre.
—Ve a casa —le ordenó al perro con voz débil—. Ve por Shearon.
Repitió la última frase lentamente, una y otra vez. Sabía que el
perro entendía esas palabras. “Ve por” era una orden que a menudo le
daba a Yogi. Shearon era la esposa de Horton. Por espacio de unos 45
minutos, el perro se negó a abandonar a su dueño. Él seguía ordenándole,
y luego suplicándole, que fuera a casa. Finalmente, Yogi se puso a
correr.
Esa mañana Bruce y Maggie Tate, vecinos de Horton,
estaban caminando por el barrio cuando vieron a Yogi correr por la calle
solo, lo que les pareció extraño. Habían cuidado al perro y sabían que
era dócil y obediente. Yogi corrió hacia ellos y luego se alejó, como si
estuviera tratando de llamar su atención. Entonces lo siguieron, y el
perro se apresuró a llevarlos adonde estaba su dueño. La espera fue casi
una agonía para Horton; perdió la noción del tiempo y se le dificultaba
respirar. De pronto oyó un ladrido. Yogi llegó hasta él, jadeando, y se
echó a su lado. Los Tate vieron que su vecino se encontraba en mal
estado y pidieron ayuda. Horton fue trasladado al Centro Médico Saint
David’s Round Rock, donde los cirujanos intentaron arreglarle la columna
vertebral dañada. Horton aún está adaptándose a sus nuevas
circunstancias, pero ha recuperado parte del movimiento de brazos y
manos, y hace poco fue a bucear con un grupo de intrépidos deportistas
parapléjicos. Asegura que Yogi está aún más apegado a él desde el día
del accidente. “Es mi perro guardián y mi héroe”, señala complacido.