De la crueldad y la clemencia:
Y sí es mejor ser amado que temido o ser temido que amado
Y sí es mejor ser amado que temido o ser temido que amado
Paso a las otras cualidades ya citadas y declaro
que todos los príncipes deben desear ser tenidos por clementes y no por crueles.
Y, sin embargo, deben cuidarse de emplear mal esta clemencia.
César Borgia era
considerado cruel, pese a lo cual fue su crueldad la que impuso el orden en la
Romaña, la que logró su unión y la que la volvió a la paz y a la fe. Si se
examina bien, se verá que Borgia fue mucho más clemente que el pueblo florentino
que, para evitar ser tachado de cruel, dejó destruir a Pistoya. Por lo tanto, un príncipe no debe preocuparse porque lo acusen de cruel, siempre y cuando su crueldad tenga por objeto el mantener unidos y fieles a los súbditos; porque con pocos castigos ejemplares será más clemente que aquellos que, por excesiva clemencia, dejan multiplicar los desórdenes, causa de matanzas y saqueos que perjudican a toda una población, mientras que las medidas extremas adoptadas por el príncipe sólo van en contra de uno. Y es sobre todo un príncipe nuevo el que no debe evitar los actos de crueldad, pues toda nueva dominación trae consigo infinidad de peligros. Así se explica que Virgilio ponga en boca de Dido:
Res dura et regni
novitas me
[talía cogunt Moliri, et late fines custode tueri. *
[talía cogunt Moliri, et late fines custode tueri. *
(*) El duro estado y la novedad del reino, a estos
modos me fuerzan y, recelando de todos, cuidan las costas.
Sin embargo, debe ser cauto en el creer y el
obrar, no tener miedo de sí mismo y proceder con moderación, prudencia y
humanidad, de modo que una excesiva confianza no lo vuelva imprudente, y una
desconfianza exagerada, intolerable.
Surge de esto una
cuestión: si vale más ser amado que temido, o temido que amado. Nada mejor que
ser ambas cosas a la vez; pero puesto que es difícil reunirlas y que siempre ha
de faltar una, declaro que es más seguro ser temido que amado. Porque
de la generalidad de los hombres se puede decir esto: que son ingratos,
volubles, simuladores, cobardes ante el peligro y ávidos de lucro. Mientras les
haces bien, son completamente tuyos: te ofrecen su sangre, sus bienes, su vida y
sus hijos, pues —como antes expliqué— ninguna necesidad tienes de ello; pero
cuando la necesidad se presenta, se rebelan.
Y el príncipe que ha descansado por
entero en su palabra va a la ruina, por no haber tomado otras providencias;
porque las amistades que se adquieren con el dinero y no con la altura y nobleza
de alma son amistades merecidas, pero de las cuales no se dispone, y llegada la
oportunidad no se las puede utilizar. Y los hombres tienen menos cuidado en
ofender a uno que se haga amar que a uno que se haga temer; porque el amor es un
vínculo de gratitud que los hombres, perversos por naturaleza, rompen cada vez
que pueden beneficiarse; pero el temor es miedo al castigo y no se lo pierde
nunca. No obstante lo cual, el príncipe debe hacerse temer de modo que, si no se
granjea el amor, evite el odio, pues no es imposible ser a la vez temido y no
odiado; y para ello bastará que se abstenga de apoderarse de los bienes y de las
mujeres de sus ciudadanos y súbditos, y que no proceda contra la vida de alguien
sino cuando hay justificación conveniente y motivo manifiesto; pero sobre todo
abstenerse de los bienes ajenos, porque los hombres olvidan antes la muerte del
padre que la pérdida del patrimonio. Luego, nunca faltan excusas para despojar a
los demás de sus bienes, y el que empieza a vivir de la rapiña siempre encuentra
pretextos para apoderarse de lo ajeno, y por el contrario, para quitar la vida,
son más raros y desaparecen con más rapidez.
Pero cuando el príncipe está al frente de sus
ejércitos y tiene que gobernar a miles de soldados, es absolutamente necesario
que no se preocupe si merece fama de cruel, porque sin esta fama jamás podrá
tenerse ejército alguno unido y dispuesto a la lucha.
Entre las infinitas cosas
admirables de Aníbal se cita la de que, aunque contaba con un ejército
grandísimo, formado por hombres de todas las razas a los que llevó a combatir en
tierras extranjeras, jamás surgió discordia alguna entre ellos ni contra el
príncipe, así en la mala como en la buena fortuna. Y esto no podía deberse sino
a su crueldad inhumana que, unida a sus muchas otras virtudes, lo hacía
venerable y terrible en el concepto de los soldados; que, sin aquella, todas las
demás no le habrían bastado para ganarse este respeto. Los historiadores poco
reflexivos admiran, por una parte, semejante orden, y por la otra, censuran su
razón principal. Que si es verdad o no que las demás virtudes no le habrían
bastado puede verse en Escipión —hombre de condiciones poco comunes, no sólo
dentro de su época, sino dentro de toda la historia de la humanidad— cuyos
ejércitos se rebelaron en España.
Lo cual se produjo por culpa de su excesiva
clemencia, que había dado a sus soldados más licencia de la que a la disciplina
militar convenía. Falta que Fabio Máximo le reprochó en el Senado, llamándolo
corruptor de la milicia romana. Los locrios, habiendo sido ultrajados por un
enviado de Escipión, no fueron desagraviados por este ni la insolencia del
primero fue castigada, naciendo todo de aquel su blando carácter. Y a tal
extremo, que alguien que lo quiso justificar ante el Senado dijo que pertenecía
a la clase de hombres que saben mejor no equivocarse que enmendar las
equivocaciones ajenas. Este carácter, con el tiempo habría acabado por empañar
su fama y su honor, de haber llegado Escipión al mando absoluto; pero como
estaba bajo las órdenes del Senado, no sólo quedó escondida esta mala cualidad
suya, sino que se convirtió en su gloria.
Volviendo a la cuestión de ser amado o temido,
concluyo que, como el amar depende de la voluntad de los hombres y el temer, de
la voluntad del príncipe, un príncipe prudente debe apoyarse en lo suyo y no en
lo ajeno, pero como he dicho, tratando siempre de evitar el odio.
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