Por Kathryn Kuhlman
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia ...
Miles de personas estaban
sentadas en la ladera de ese monte, y Jesús les hablaba en un lenguaje
que podían comprender, usando palabras como "hambre" y "sed". Dijo:
"Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos
serán saciados". El hambre y la sed de las que hablaba no eran físicas,
sino espirituales. No se refería a un deseo que pudiera ser fácilmente
satisfecho con lo que el hombre puede proveer. Hablaba, en cambio, de
un anhelo de alcanzar la santidad y la justicia que está totalmente de
acuerdo con la preciosa voluntad de Dios.
Algunas veces, nuestros apetitos humanos son satisfechos demasiado fácilmente. Como sabrá, los cerdos se contentan con cáscaras, pero no así el alma del ser humano inmortal. Es el deseo de santidad el que es bendecido por Dios.
Es el deseo de las cosas más profundas de Dios lo que Él bendice y recompensa.
Es el deseo de conocerlo y el deseo de justicia, el deseo de conocer la Palabra de Dios, lo que el Señor satisface.
Observe algo: nuestra hambre y nuestra sed provienen de nuestras almas hambrientas y sedientas, pero la perfección y la satisfacción de esos anhelos siguen siendo dadas por Dios. Él es el Dador. Recibimos la santidad; no la creamos. Cuando el hambre y la sed de cosas espirituales está presente, Él es el que ha prometido dar satisfacción para que esa hambre pueda ser aplacada. He aprendido que es posible que el hambre espiritual puede ser mucho mayor que el hambre experimentada por el cuerpo físico.
Jesús dijo: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente" (Mateo 22:37). Cuando Dios se convierta en el centro mismo de nuestro amor, de nuestros sentimientos y nuestros pensamientos, descubriremos a Dios, seremos poseídos por Él y lo poseeremos al mismo tiempo.
A lo largo de los años he observado que una persona nunca encuentra a Dios si Él no es su más profundo deseo. Recibimos exactamente lo que estamos buscando. Vemos lo que queremos ver. Encontramos en la vida lo que realmente queremos encontrar. Jesús conocía la naturaleza humana, por lo que podía decir: "Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados". "Sed" es una palabra muy fuerte y, cuando el alma humana tiene sed de Dios, esa persona será llena de Dios. No solo encontrará a Dios para sí, sino que llevará el reino de Dios a la Tierra.
Esto es muy real para mí, porque no puedo recordar un momento de mi vida en que cada átomo de mi ser no clamara por Dios.
Hablamos de hambre física, y admito que he tenido hambre de comida; pero les diré la verdad: jamás he conocido un hambre física tan grande como mi hambre de las cosas espirituales. Mi hambre de salvación era portentosa, y encontré satisfacción en Jesús en aquella pequeña Iglesia Metodista de Concordia, Misuri. Pero no terminó allí mi hambre. Aunque esa hambre era muy grande, hubo un hambre aún mayor que me atrapó, un hambre tan grande que yo miraba a los cielos por las noches y decía: "Sé que te pertenezco, Señor Jesús, pero tengo hambre de una experiencia aún más grande y más profunda. Solo he probado y he entrevisto apenas lo que tú tienes preparado para mí. Por favor, maravilloso Jesús, dame más. Llena cada parte de mí, hasta que este cuerpo mío se haya convertido en un vaso rendido ante ti hasta rebosar del Espíritu Santo".
Yo no buscaba una experiencia o una evidencia; buscaba más de Jesús. Buscaba al Dador. Había tenido una vislumbre de su amor, su poder, su potencia, y quería más de Aquel que había entrevisto. Había probado un poco, pero quería más de lo que había probado. Jesús prometió: "Bienaventurados los que tienen hambre y sed", y el Espíritu Santo vino a mí y calmó esa hambre, ese anhelo, esa sed.
No creo que haya un límite para lo que Jesús puede dar, y cuando usted tenga hambre y sed de su presencia y se entregue a Él y a su voluntad, sus anhelos serán satisfechos y experimentará, como yo, la gloria de la llenura de Dios, la conmoción profunda de su poder y la cercanía de su presencia, que mora en usted.
Algunas veces, nuestros apetitos humanos son satisfechos demasiado fácilmente. Como sabrá, los cerdos se contentan con cáscaras, pero no así el alma del ser humano inmortal. Es el deseo de santidad el que es bendecido por Dios.
Es el deseo de las cosas más profundas de Dios lo que Él bendice y recompensa.
Es el deseo de conocerlo y el deseo de justicia, el deseo de conocer la Palabra de Dios, lo que el Señor satisface.
Observe algo: nuestra hambre y nuestra sed provienen de nuestras almas hambrientas y sedientas, pero la perfección y la satisfacción de esos anhelos siguen siendo dadas por Dios. Él es el Dador. Recibimos la santidad; no la creamos. Cuando el hambre y la sed de cosas espirituales está presente, Él es el que ha prometido dar satisfacción para que esa hambre pueda ser aplacada. He aprendido que es posible que el hambre espiritual puede ser mucho mayor que el hambre experimentada por el cuerpo físico.
Jesús dijo: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente" (Mateo 22:37). Cuando Dios se convierta en el centro mismo de nuestro amor, de nuestros sentimientos y nuestros pensamientos, descubriremos a Dios, seremos poseídos por Él y lo poseeremos al mismo tiempo.
A lo largo de los años he observado que una persona nunca encuentra a Dios si Él no es su más profundo deseo. Recibimos exactamente lo que estamos buscando. Vemos lo que queremos ver. Encontramos en la vida lo que realmente queremos encontrar. Jesús conocía la naturaleza humana, por lo que podía decir: "Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados". "Sed" es una palabra muy fuerte y, cuando el alma humana tiene sed de Dios, esa persona será llena de Dios. No solo encontrará a Dios para sí, sino que llevará el reino de Dios a la Tierra.
Esto es muy real para mí, porque no puedo recordar un momento de mi vida en que cada átomo de mi ser no clamara por Dios.
Hablamos de hambre física, y admito que he tenido hambre de comida; pero les diré la verdad: jamás he conocido un hambre física tan grande como mi hambre de las cosas espirituales. Mi hambre de salvación era portentosa, y encontré satisfacción en Jesús en aquella pequeña Iglesia Metodista de Concordia, Misuri. Pero no terminó allí mi hambre. Aunque esa hambre era muy grande, hubo un hambre aún mayor que me atrapó, un hambre tan grande que yo miraba a los cielos por las noches y decía: "Sé que te pertenezco, Señor Jesús, pero tengo hambre de una experiencia aún más grande y más profunda. Solo he probado y he entrevisto apenas lo que tú tienes preparado para mí. Por favor, maravilloso Jesús, dame más. Llena cada parte de mí, hasta que este cuerpo mío se haya convertido en un vaso rendido ante ti hasta rebosar del Espíritu Santo".
Yo no buscaba una experiencia o una evidencia; buscaba más de Jesús. Buscaba al Dador. Había tenido una vislumbre de su amor, su poder, su potencia, y quería más de Aquel que había entrevisto. Había probado un poco, pero quería más de lo que había probado. Jesús prometió: "Bienaventurados los que tienen hambre y sed", y el Espíritu Santo vino a mí y calmó esa hambre, ese anhelo, esa sed.
No creo que haya un límite para lo que Jesús puede dar, y cuando usted tenga hambre y sed de su presencia y se entregue a Él y a su voluntad, sus anhelos serán satisfechos y experimentará, como yo, la gloria de la llenura de Dios, la conmoción profunda de su poder y la cercanía de su presencia, que mora en usted.
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