*La Higiene y el baño en la Edad Media*
Este
es un tema interesante para tratar ya que la creencia popular se dirige
a pensar en la edad Media como una época en la todos andaban sucios y
malholientes (que seguro los habría pero no como una generalidad que es
lo que se tiende a pensar) y que el baño era algo muy poco habitual para
ellos, sin embargo parece que el asunto no era tan así y para muestra
este artículo aparecido en la revista El Mundo Medieval, que como dicen
por ahí no tiene desperdicio.
CITA EN EL BAÑO
En
el siglo XV, en una Roma que rápidamente se está convirtiendo en una
populosa metrópoli europea, se multiplican las stufe (estufas, aposentos
para baños calientes). Son frecuentados por personas de toda clase y
condición, a menudo en búsqueda de emociones fáciles.
Todavía
en tiempos del poeta Giuseppe Gioacchino Belli (1791-1863) —autor del
soneto Lo stufarolo appuntato—, en Roma se practicaba el oficio de
stufaro, persona encargada de los baños públicos, llamados habitualmente
“estufas”, vocablo a su vez derivado del alemán stube. Estas
instalaciones, que recuerdan las antiguas termas —acertadamente
definidas por Umberto Gnoli “como algo entre los calidarii y sudatorii
(partes de las termas romanas)... y los beauty parlours americanos”—,
tuvieron gran difusión en Roma a partir de los primeros decenios del
siglo XV, aunque su número disminuyó durante la centuria siguiente sin
que llegaran a desaparecer del todo. A diferencia de ciudades como
Florencia y Siena, donde la presencia de estufas y baños públicos está
atestiguada ya desde el siglo XII, o París, donde se conocen más de 26
instalaciones para el mismo período, de Roma no queda ningún testimonio
hasta principios del siglo XV: en el siglo XII y el XIII son también
escasas las referencias a los baños situados en casas privadas.
La estufa de los alemanes
Fueron
técnicos alemanes llegados a Italia junto al séquito de Martín V, tras
el concilio de Costanza, quienes introdujeron esta actividad en la
Ciudad Eterna. No es casual que la primera mención de un bagnarius sea
la relativa a un cierto Angelino da Bolzano, cortesano del séquito de la
Curia romana, al igual que tampoco lo es que el local público por él
gestionado —llamado la “estufa de los alemanes”— tuviera su sede en una
casa propiedad del hospital teutónico de Santa María del Alma, junto a
la plaza Navona.
Todavía
poco numerosos en la primera mitad del siglo XV, los técnicos y
encargados de las estufas —instalaciones casi exclusivamente propiedad
de romanos aristócratas, de burgueses o de cofradías— crecieron en
número durante el transcurso del siglo, dato que también muestra los
cambios en las costumbres sociales de una sociedad que rápidamente se
estaba convirtiendo en una populosa metrópolis internacional. La mayoría
de los stufaroli recordados en los documentos son maestros del norte de
Europa (alemanes, eslavos y, especialmente, húngaros), hecho que no
debe sorprender por cuanto es conocido en qué medida el uso de las
saunas era una costumbre muy difundida entre estas poblaciones. A
finales del siglo XV aparecen en los documentos algunos individuos de
otras procedencias, sobre todo nacidos en la Italia septentrional, en
particular del Véneto, de la Lombardía y de la Toscana, mientras que
sólo una exigua minoría resulta ser de origen romano.
Las “vagnare”
Un
discreto número de stufaroli gestionaba las instalaciones —en las que
tenían su residencia— junto a su mujer o una concubina, esta última, más
o menos explícitamente declarada. Esta circunstancia no parece producto
simplemente de la conveniencia de tener a su disposición un trabajador
sin salario, más bien cabe relacionarla con la promiscuidad existente en
los baños, donde la afluencia femenina era significativa y, en
consecuencia, resultaba útil la presencia de una vagnara para ayudar a
las clientes en sus necesidades. La única mujer calificada con este
término trabajaba en el baño “de las mujeres de San Apolinar”, también
éste no lejos de plaza Navona, en la moderna vía dei Gigli d’Oro. Las
mujeres que frecuentaban estas instalaciones eran en su mayoría
prostitutas, que visitaban periódicamente las estufas no sólo en
búsqueda de encuentros galantes sino también con el fin de cuidar su
propio cuerpo, a diferencia de las mujeres honestas, que hacían venir a
las “esteticistas” a sus propias casas para solucionar sus problemas de
belleza.
Exámenes para el “permiso”
Muy
estrechos parecen los vínculos entre el oficio de stufarolo y el de
barbero: a menudo el gestor de los baños tiene como socio un barbero o
él mismo es considerado como tal, pues en las estufas se realizaban
sangrías y operaciones de baja cirugía además de prácticascosméticas de
depilación y tratamiento del cabello. Este tipo de intervenciones fue
descrito por Michel de Montaigne, quien durante su estancia en Roma en
1581 tuvo “deseo de visitar las estufas”, y en la de San Marcos, donde
llegó, comprobó que “la droga o ungüento con el que, mediante una
aplicación de ni tan siquiera la mitad de un cuarto de hora, se hacen
caer los cabellos, está hecha de cal viva y oropimente disuelto en
lejía: dos partes de cal y una de oropimente”. Justamente a causa de la
relación de este oficio con las prácticas paramedicinales, según los
estatutos de la corporación se debía hacer un examen de anatomía ante
dos barberos y dos stufari para obtener el “permiso” que permitía
ejercer tal profesión.
La
misma organización, corporativista y fraternal, aparte de una relación
muy estrecha con los afiladores de cuchillos, englobaba los dos oficios
(barbero y encargado de una estufa) y ambos se atuvieron a una normativa
común al menos hasta 1613, cuando los barberos —que siempre habían
prevalecido tanto en número como en importancia— constituirán una
corporación autónoma.
También
existía un vínculo con la actividad de tabernero y posadero. No faltan
casos de stufaroli que gestionan a la vez una taberna o alquilan
habitaciones en los pisos superiores de las instalaciones balnearias:
por ejemplo, en un contrato de 1501 entre dos alemanes por la estufa
“del Satro” (en la actual plaza dei Satiri) se expresa la doble función
de estufa-asilo de la sociedad. El mismo propietario y arrendador del
inmueble, el miembro de la Curia Iacopo da Viterbo, se reservaba allí
una estancia para cada ocasión en que visitaba la ciudad.
Un oficio infame
A
pesar de que no se tenga, en lo que respecta a Roma —a diferencia de
otras ciudades italianas y europeas—, noticias de censuras y
prohibiciones de la actividad de los gestores de baños —aparte de un
bando de 1522 contra los stufaroli, que prohibía la apertura de las
instalaciones a causa de la peste—, no cabe duda de que este oficio
también era considerado en Roma “de una infamia no diversa a la de
alcahuete”, según se lee en un confesionario del siglo XV. Por otra
parte, resultaba del todo natural comparar la actividad de los
proxenetas a la del stufaro: los locales para el baño —habitualmente
frecuentados por prostitutas, por mujeres de clase social baja y por una
población masculina muy heterogénea— eran lugares muy indicados para
encuentros entre los dos sexos. Este relajamiento de costumbres y la
misma propensión a la diversión se encuentran en los baños de las
localidades termales, más allá de los Alpes o en otras ciudades
italianas.
Servicio de habitaciones
En
las estufas, no obstante, además de la visión de cuerpos más o menos
descubiertos y de la promiscuidad, existía la complicidad de los
sirvientes, a menudo mujeres, preparados para practicar masajes con
ungüentos perfumados; por no hablar de la existencia de estancias
apartadas y de lechos con sábanas perfumadas, ideales para prolongar las
intimidades, como explica detalladamente Boccaccio en su cuento sobre
la codiciosa cortesana Jancofiore y el mercader Salabaetto, que en parte
se desarrolla en un baño público.
Las
fuentes literarias contemporáneas, y particularmente las relativas a
Roma, no carecen de referencias —siempre despreciativas— a las estufas y
sus clientes: en efecto, un insulto típico de la época, utilizado por
Berni para calificar al odiado papa Adriano VI, era “nacido en una
estufa”. La pérdida casi total de las fuentes criminales anteriores a la
segunda mitad del siglo XVI no permitió evaluar, en el caso de Roma,
tal como se ha hecho en otras ciudades, el grado de transgresión y
violencia existente en lugares como las estufas, ni tampoco recuperar
sucesos protagonizados por los gestores de éstas. Una excepción en tal
sentido la ofrecen los estatutos corporativos de 1559 donde, quizás
intentando moralizar el oficio, se prohibía prestar ayudaal miembro que
hubiera sido herido “por su causa, es decir, por haber buscado pelea en
tabernas o en otros lugares deshonestos o por hacerse ido de noche con
meretrices a pasear o por otras causas similares habiéndose encontrado
con ellas en otros lugares”.
En los baños de Monte Mario
En
la anónima pero detallada Descripción de una villa sita en Monte Mario
en Roma, quizás escrita por Rafael, villa que Philip Foster identifica
como la famosa construcción deseada por el cardenal Giulio de Médicis
—más conocida como Villa Madama— así se describe el complejo, que nunca
llegó a realizarse, relativo a la zona de los baños: “Por la izquierda
entrando en este criptopórtico en dirección al mediodía se va a los
baños... por la escalera secreta hacia las partes superiores, las cuales
están dispuestas de la siguiente manera: tienen dos vestuarios y
después un lugar templado para ungirse después de haberse bañado y
calentado. Y allí está la estufa caliente y seca que da calor y el baño
caliente con asientos para sentarse según la persona desee que el agua
le bañe el cuerpo. Y debajo de la ventana hay un lugar en el que se
puede yacer y estar en el agua. Después hay un baño templado y uno frío
de tal amplitud que si uno abrigara deseos de nadar, pudiera hacerlo”.
Encuentro galante
En
la novelística —sobre todo toscana— hay una fuente de primer orden para
ilustrar las costumbres y la mentalidad de la sociedad medieval. Por
cuanto respecta al servicio ofrecido en las estufas, particularmente
significativo es el cuento del Decamerón en torno a Jancofiore y
Salabaetto (VIII, 10), donde Boccaccio describe el encuentro en un baño
público entre una cortesana siciliana y un joven comerciante florentino:
“No llevaba mucho tiempo allí [en el baño alquilado por la mujer],
cuando llegaron dos esclavas cargadas: una llevaba en la cabeza un
colchón de algodón, bello y grande, y la otra una gran cesta repleta de
cosas; y, tras extender este colchón sobre el lecho de una cámara del
baño, encima pusieron un par de sutiles sábanas listadas de seda y
después una colcha de lino de Chipre blanquísima. […] Al poco tiempo
llegó al baño la dama [Jancofiore] con otras dos de sus esclavas detrás
de ella, y haciendo a Salabaetto muy gran fiesta, besándolo y
abrazándolo, con grandes suspiros le dijo [...]. Después de esto, cuando
a ella le plugo, entraron desnudos los dos en el baño, y con ellos las
dos esclavas. Aquí, sin permitir que nadie más le pusiera la mano
encima, ella misma lavó a Salabaetto con jabón perfumado de almizcle y
de clavel, y tras esto se hizo lavar por las esclavas. Y al acabar, las
esclavas trajeron dos sábanas blancas y finas que despedían tal olor a
rosas que de rosas parecían hechas; y la primera cubrió con una a
Salabaetto y la segunda a su dueña, y en volandas los llevaron al lecho.
Y aquí, cuando acabaron de sudar, las esclavas les quitaron aquellas
sábanas en que les habían envuelto, y trayendo unos frascos de plata,
cuál con agua de rosas y de jazmín, y cuál con agua de azahar, con estas
aguas olorosas los rociaron, sacando luego cajas de confites y muy
preciosos vinos para que se confortasen”.
Piscinas, lechos y comestibles
En
los acuerdos firmados en Roma en 1501 para la instalación de la estufa
del “Satro” se dan indicaciones en torno a la estructura del complejo
que los dos “maestros y compañeros” Giorgio della Baviera y Andrea da
Straubin construirían: “Dos estufas con sus vestuarios... con un horno y
piscinas dentro de las estufas y un conducto que lleve el agua fuera de
las estufas... y las calderas de cobre y las ventanas acristaladas que
entrarán en dicha estufa”. Así pues, dos estancias, probablemente a
bóveda de cañón para mantener el calor y la humedad, quizás una para la
estufa seca (calentada debajo del pavimento con fuego de madera), y la
otra para la húmeda (donde se evaporaba el agua); o una reservada a los
hombres y otra alasmujeres. También había piscinas, quizás con
escalones, “para sentarse según la persona desee que el agua le bañe el
cuerpo”; y un conducto para que fluyera el agua. Ventanas de vidrio y
vestuarios, “para que cuando salgas del baño al momento te puedas secar
en el lecho”, completaban la instalación.
Por
otra parte, el inventario de bienes muebles de un stufaro eslavo,
muerto en 1467, permitió “entrar” en la estufa de San Apolinar (“la
estufa de las mujeres”), y hacerse una idea de ella. La casa constaba de
una planta baja con un dormitorio para el stufaro y su mujer, una sala
donde había un horno y diversas calderas para calentar el agua y una
habitación equipada con “dos lechos con un colchón, una manta y dos
sábanas, y una mesa redonda en la que comer”. En la planta de arriba
había dos habitaciones con lechos, mientras que había diversas cajas “en
el vestuario de la estufa” y “en el vestuario de las mujeres”.
Completaban el edificio una cantina y un jardín con pilas de madera para
alimentar el fuego y un pozo.
Artículo escrito por Anna Esposito, Universidad de Roma “La Sapienza”
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