*Reflexiones del corazon*

miércoles, 16 de noviembre de 2011

*CRÉELO! SI *HAY MILAGROS

  CRÉELO! SI *HAY MILAGROS
*En medio de una catástrofe, un milagro.
Hace 29 años, Nila Halloran tuvo a su hija, Cindy Baker, en medio de una fuerte tormenta de nieve. Un helicóptero del ejército logró sortear el temporal y trasladar a la mujer a un hospital justo a tiempo. En son de broma, la abuela de Cindy comentó que si su nieta había causado tantos problemas al nacer, habría que tener cuidado si algún día se embarazaba y tenía también una niña.
Cindy se crió en la ciudad de Lake Charles, Louisiana, adonde se convirtió en una muchacha bonita y muy alegre, y cuando estudiaba en la Universidad de Auburn, Alabama, un amigo le presentó a quien sería su futuro esposo: James Banker, un joven alto y moreno que asistía a la misma iglesia que ella. Charlaron en el centro de recreo para estudiantes sólo cinco minutos; luego Cindy fue a su habitación y llamó por teléfono a su mamá.
—Acabo de conocer al hombre con quien me voy a casar —le dijo.

Dos años y medio después, se casó con él. La pareja se mudó a Nashville, Tennessee, la ciudad natal de James, donde este consiguió empleo en un despacho de contabilidad. Nashville se halla lejos del mar y de la zona de huracanes, y en Tennessee jamás se había visto una tormenta de nieve como la que cayó cuando Cindy nació. Cindy trabajaba como terapeuta del habla en el Centro Médico de la Universidad Vanderbilt, con el equipo de lesiones y traumatismos cerebrales. Poco después, en un parto sin complicaciones, nació Jacob, su primer bebé. Cindy se embarazó de nuevo en 2009, y cuando estaba en el segundo trimestre se enteró de que iba a tener una niña; los esposos decidieron que se llamaría Clare.

Al acercarse la fecha del parto, recordaron lo que la abuela de Cindy había dicho, y bromeaban sobre el desastre natural que podría ocurrir.

El parto estaba previsto para el viernes 30 de abril de 2010. El fin de semana anterior hubo alertas de tornados. Mi bebé ya va a nacer, pensó Cindy. Pero pasaron los días y no ocurrió nada. El sábado primero de mayo empezó a llover, como nunca...
Al volver a casa después de hacer sus rondas en el hospital aquella tarde, el doctor Michael DeRoche estaba muy inquieto. Todo el día había escuchado noticias sobre inundaciones alrededor de Nashville, y en todos los años que había vivido en ambas costas del país nunca había visto llover así. Su casa estaba en una calle privada comunicada con la calle Temple, una vía paralela al arroyo Trace, el cual normalmente era un hilo de agua. Cuando salió en su auto para echar un vistazo por los alrededores, el arroyo ya era un torrente furioso.
De regreso en casa, DeRoche oyó en las noticias que había camiones sumergidos en las carreteras, y que la gente había tenido que evacuar sus hogares porque se habían desbordado los muchos arroyos y riachuelos de Nashville. Lo peor había ocurrido en el sureste de la ciudad. DeRoche y su familia vivían sobre una colina en Bellevue, en el suroeste. No había dejado de llover en todo el día, pero luego, alrededor de las 5 de la tarde, el nivel del agua dejó de subir. El médico y sus vecinos pensaron que hasta allí llegaría la inundación, y esa noche se acostaron convencidos de que el peligro había pasado.

A las 6:15 de la mañana del día siguiente, un estruendo hizo despertar sobresaltada a la esposa de DeRoche, Paula. Se levantó de la cama, fue a asomarse al porche trasero y luego corrió a despertar a su marido.

—Más vale que vengas a ver esto —le dijo con voz alarmada.

Al pie de la colina, la calle Temple estaba totalmente inundada, y en la acera opuesta, dos metros de agua cubrían el garaje de un vecino. Dos personas de la casa de a lado se descolgaron por una ventana de la planta alta y subieron a una canoa con su perro. Seguía lloviendo a cántaros. Los DeRoche se sintieron atrapados.


—Será mejor que empecemos a medir la duración y el intervalo de las contracciones —le dijo Cindy a su esposo a las 8 de la mañana.
James sacó del ropero la maleta que habían preparado para ir al hospital y telefoneó a su hermana, Becky Lewis, que vivía cerca, para que fuera a recoger a Jacob. La televisión estaba encendida, y los noticieros daban boletines sobre la inundación. De pronto se produjo un apagón, y el teléfono se quedó sin señal. La lluvia hacía retumbar el techo.
James y Cindy se dispusieron a partir.  El vecino de la casa de al lado, Yusuf Hasan, se quedó mirándolos como si estuvieran locos.
—¿Y cómo piensan llegar allí? —les preguntó. Calle abajo, el arroyo había alcanzado 10 metros de ancho, y convertido a todo el barrio en una isla. Yusuf se ofreció a llevarlos en su camioneta, pero no llegaron muy lejos antes de que los detuviera un policía que les confirmó que la zona estaba inundada por todos lados. Sin embargo, se comunicó con su superior, un teniente que vivía cerca de allí y cuya esposa era enfermera.
—Mi teniente me pidió que los lleve a su casa —les dijo el policía cuando terminó la llamada.
James y Cindy se dieron cuenta de que era lo mejor que podían hacer.
El policía se detuvo frente a la casa del teniente John Batty; su esposa, Cassie, los esperaba en la entrada. Cuando Cindy bajó de la camioneta, Cassie se acercó a ella y, abrazándola con ternura, le dijo:

—Ya, querida, todo va a salir bien. No te preocupes. Las mujeres han dado a luz en sus casas desde hace miles de años. Si nuestras abuelas pudieron hacerlo, nosotras también.

Los Banker no tenían manera de saberlo, pero el médico que necesitaban se encontraba a pocos kilómetros de distancia, aunque, para su mala suerte, del otro lado del arroyo. El doctor DeRoche, quien miraba colina abajo desde el porche trasero de su casa, vio desaparecer una cerca de madera bajo el agua, y una casa rodante flotando de costado a la deriva. El diluvio era impresionante. DeRoche se sobresaltó al oír una llamada en su celular. Era Chris Mills, un amigo suyo con quien jugaba softball y que vivía del otro lado del arroyo.

—¿Qué haces? —le preguntó Mills.
—¡Ja! ¿Qué crees que estamos haciendo? —respondió el médico—. No podemos salir con tanta agua. ¿Cómo están las cosas allá?
—Por aquí hay una mujer que está dando a luz. No pueden trasladarla al hospital. Anota el número al que debes llamar.
DeRoche marcó el número, y cuando Yusuf contestó, le dijo:
—Soy médico gineco-obstetra, y estoy llamando desde la calle Temple. Aquí también está inundado, pero trataré de llegar allá.
DeRoche recordó que no tenía el equipo necesario. ¿Y si el bebé se atoraba mientras nacía?, se preguntó. ¿O si se veía obligado a practicar una cesárea? ¿Qué haría sin lidocaína para anestesiar a la madre, sin aguja e hilo para suturar la incisión, ni pinzas para contener la hemorragia? ¿Tendré que dejar morir al bebé?, pensó.
Su esposa, Paula, se puso en acción. Les pidió a sus tres hijos que recorrieran el barrio. Ellos llamaron a la puerta de dos dentistas, un neumó- logo y un fisioterapeuta. Les dijeron que su papá iba a atender un parto, y les preguntaron si tenían equipo médico disponible a mano.
Paula fue a casa de su vecina de al lado, Amy Hubbuch, enfermera neonatal e instructora de partos, quien buscó entre sus materiales de trabajo y encontró guantes y batas. Luego le preguntó a Paula:
—¿Crees que a Michael le gustaría que fuera a ayudar?
—Estoy segura de que sí.
Ambos sabían lo suficiente sobre los partos para comprender todo lo que podía salir mal. Tendrían que arreglárselas sólo con el poco equipo con el que contaban. Metieron todo en una mochila y emprendieron la marcha.
Sin corriente eléctrica a causa de la tormenta, la habitación estaba casi a oscuras, y el aire dentro era sofocante. James cronometró las contracciones de su esposa: el intervalo entre ellas era cada vez menor.
Mientras tanto, en la planta baja se había reunido un pequeño grupo de voluntarios que respondieron al aviso que Yusuf había enviado desde su celular: dos pediatras, una enfermera y Joe Greco, un cirujano plástico residente que había atendido el parto de su propia esposa recientemente, pero en un hospital y con ayuda de un compañero gineco-obstetra. Greco examinó a Cindy y observó que presentaba una dilatación de unos cuatro centímetros. Cuando Yusuf anunció que un médico gineco- obstetra estaba tratando de llegar a la casa, Greco soltó un suspiro de alivio. Sin embargo,

¿podría DeRoche llegar a tiempo?

DeRoche y Amy, empapados y cubiertos de lodo, intentaron pedir ayuda a los automovilistas. Cuando finalmente llegaron a la casa de los Batty, el equipo médico reunido en la habitación contaba ya con otro pediatra y dos enfermeras parteras; todos se sintieron aliviados al ver entrar a una enfermera más y a un gineco-obstetra con experiencia en partos de alto riesgo.

DeRoche preparó los utensilios y acomodó a Cindy a lo ancho de la cama. Yusuf extendió un mantel sobre la alfombra para protegerla. Tras abrir un paquete de gasa esterilizada, Amy apoyó sobre su hombro la pierna derecha de Cindy, y un pediatra le sostuvo la otra pierna con una linterna en la mano. James se sentó detrás de su esposa para que apoyara la espalda. Jayne Tuerff, prima de James, quien había llegado a la casa hacía unos minutos, se arrodilló detrás de él para darle mayor apoyo. Una de las enfermeras se subió a la cama, lista para recibir a la bebé de manos de DeRoche. Otro voluntario sostenía un pequeño ventilador conectado a una batería de respaldo de computadora.
Con la lluvia golpeando las ventanas, algunas velas y linternas encendidas, varias personas alrededor de la cama, otras moviéndose nerviosas en la planta baja y un grupo de vecinos reunidos afuera, Clare Madelyn Banker llegó al mundo, con un peso de cuatro kilos y llorando a todo pulmón: ese sonido maravilloso que permite saber a médicos, enfermeras y a los ansiosos padres que el recién nacido está respirando.

—¡Lo lograste! —le dijo Cassie a Cindy—. ¡Tu bebé es hermosa!

En el transcurso de los días siguientes, cientos de habitantes de Nashville se unieron a las brigadas que ayudaban a las familias a recuperarse de la devastadora inundación; sacaron el lodo de las casas y derribaron las paredes que se habían dañado. El doctor DeRoche escuchó a la gente comentar sobre la bebé que había venido al mundo durante el desastre, el cual causó la muerte de 10 personas y afectó la vida de muchas otras. En medio de la tragedia, el nacimiento de Clare fue una noticia feliz y alentadora.

James y Candy dijeron en son de broma que iban a cambiarle el nombre a su pequeña y la llamarían Noé. A cada integrante del improvisado equipo de voluntarios le enviaron una tarjeta para expresar su profundo agradecimiento, junto con un pequeño regalo: un paraguas.

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